EDITORIAL

Un pacto de responsabilidad inaplazable

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España -la España democrática de los últimos 38 años de cohesión e integridad territorial- pone a prueba desde hoy, 10 de enero de 2016, su capacidad para seguir siendo el Estado que es, ante el nuevo escenario que se abre con el desafío catalán. El alcance del conflicto es tal, si la Generalitat que presida a partir de ahora Carles Puigdemont confirma, como se prevé, el proceso de desconexión de España, que el Gobierno presidido por Rajoy podría, con la Constitución en la mano y su mayoría en el Senado, arrebatar competencias o, de facto, suspender la autonomía. El papel del Senado es clave, pues deberá respaldar por mayoría absoluta la drástica intervención del Estado, un hecho sin precedentes. En esta cámara, el PP dispone de esa mayoría absoluta tras las últimas elecciones generales. Pero está en una indudable situación de debilidad, en funciones, y con el rechazo del PSOE a sellar un pacto para gobernar el país.

A nadie se le oculta que el humo blanco del cónclave independentista de ayer, por el que Artur Mas cedió su silla de presidente al alcalde de Girona y diputado de Junts pel Sí (JxSí), se vio alentado por el humo negro de los dos grandes partidos nacionales, PP y PSOE, cimientos de la actual democracia pero incapaces de convenir una salida plausible para el gobierno de España tras el 20D, a pesar de disponer de escaños suficientes entre ambos con los que atravesar con éxito el desfiladero de los gravísimos retos presentes, que comprometen el destino de 47 millones de ciudadanos.

Como en noviembre del 75, cuando Hassan II, aprovechando la fragilidad de España con Franco agonizado en la cama, lanzó la Marcha Verde sobre el Sáhara español y se quedó con él, el conflicto catalán se precipita bajo la falta de entendimiento de los partidos más veteranos y numerosos, llamados a aparcar sus diferencias y salvar el país del descarrilamiento.

Tras sortear un intento de golpe de Estado en febrero de 1981 y las amenazas de un estallido social durante la crisis económica de los últimos ocho años, bajo el naufragio del euro, desde hoy, domingo, España afronta una eventualidad inédita: la constitución de un Gobierno autonómico que se propone independizar unilateralmente una parte del Estado. El acuerdo in extremis alcanzado en la tarde de ayer en Cataluña por JxSí y la CUP para investir hoy presidente de la Generalitat a Carles Puigdemont, diputado y alcalde de Girona, e iniciar sin pérdida de tiempo un proceso de secesión, coge al Gobierno de España en funciones -o, más gráficamente, en pañales-, y al Estado en una situación de ingobernabilidad de alto riesgo.

Causa estupefacción que el presidente de una autonomía, como Artur Mas -que patrimonializó el “Cataluña soy yo” hasta el delirio- realice ahora gestos que no todos los líderes nacionales han sabido adoptar: “El país, lo primero”, proclamaba ayer Artur Mas, en la comparecencia para hacer pública su renuncia como candidato, con el fin de desbloquear la negociación de una mayoría. En cambio, en España, los líderes de los grandes partidos no han conseguido mantener una reunión mínimamente seria para desbrozar el camino con el mismo fin, pese a que el país necesita estabilidad como pocas veces en su historia.

El acuerdo catalán activa todas las alarmas e insta de forma imperiosa al PP y el PSOE a que inicien conversaciones que conduzcan a un pacto de responsabilidad inaplazable. Es una carrera contrarreloj entre los partidos garantes de la democracia y la solidez del Estado de las Autonomías -por la grandeza de miras y de tamaño que les corresponde-, que exige y demanda de los máximos dirigentes capacidad e inteligencia para articular, con sentido de Estado y visión europea, un sistema de pacto fiable y respetuoso con cada organización. Solo así, de tener Gobierno a la máxima brevedad posible, el Estado estará en condiciones de hacer frente sin fisuras a las contingencias, las previsibles y las imprevisibles, que se produzcan en los próximos meses. El incendio catalán promete propagarse a otras comunidades a poco que los partidos con vocación de Estado no cierren cuanto antes la crisis política nacional y alumbren un Gobierno de amplio respaldo parlamentario. PP y PSOE suman más de 200 diputados en un Congreso de 350, y con Ciudadanos rebasan los 250, o sea, más del 70% de la Cámara Baja. Ya antes de conocerse el corolario de este órdago independentista cuando Cataluña parecía abocada a nuevas elecciones el 6 de marzo, las Mareas de Podemos en Galicia pedían el pasado viernes para su comunidad el mismo derecho a decidir y su correspondiente referéndum. Era el primer síntoma de un contagio previsible. En este marco, la dilación de un pacto de responsabilidad entre las fuerzas hegemónicas del llamado bipartidismo, ante una posible alternativa de izquierda -que necesitaría el concurso, junto a Podemos, de los independentistas catalanes-, parece más una pérdida de tiempo y una huida hacia adelante, por parte del PSOE liderado por Pedro Sánchez, que una decisión razonable. Innegablemente, Rajoy ha de hacer autocrítica pública de su negativa al diálogo a lo largo de la pasada legislatura y tender puentes hacia el PSOE con propósito de enmienda.

Desde pocas horas después de conocerse el escrutinio electoral, venimos asistiendo a un desfile de líderes de bajo perfil, todavía instalados en la verbena de la campaña, que no han terminado de aterrizar en la realidad. La realidad es grosera con quienes disimulan no verla delante de sus narices. España está estancada en el 20D, un tiempo muerto que le va a costar caro. Ya no es solo la economía, la parálisis de la recuperación y el freno de las inversiones; ya no es tampoco únicamente el retraso de reformas que apremian para cumplir los compromisos contraídos con Europa. Ahora es la integridad territorial la que compromete gravemente la situación de España. La mirada de los mercados -que tanto aterra a los países que salen de la crisis- como de la Unión Europea respecto a España ya no es de teórica preocupación por el ascenso de Podemos y la incompatibilidad entre el PP y el PSOE para dar a luz un Gobierno estable que juntos harían factible de sobra. Ahora, todos los ojos miran a España con alarma ante la crecida del problema catalán. Es la gota que desborda el vaso.
Las medidas excepcionales que un Gobierno de España haya de adoptar en las próximas fechas con relación al proceso de desconexión que se propone Cataluña, requiere, no solo un Gobierno sólido del máximo respaldo parlamentario, sino un Gobierno ya. Mañana es tarde.

Esta es una semana decisiva. El miércoles se constituyen las nuevas Cortes y el rey Felipe VI ha de proponer un candidato a la investidura del presidente del Gobierno de la XI Legislatura, con un plazo máximo de dos meses. Es evidente que la situación sobrevenida obliga a una inmediatez que ignora ese colchón legal. Todo el tiempo que se gane en devolver la sensatez a un período que ya dura 21 días de irracionalidad desde el 20D correrá a favor de quienes tengan el cometido de sortear, sin margen de error, los graves desafíos a que se enfrenta España, uno de los Estados clave de la Europa actual.

El contencioso catalán entra desde este domingo en la hora de la verdad, la fase de las grandes decisiones de Estado, entre las que se ha barajado con suficiente anticipo la eventual aplicación del artículo 155 de la Constitución, con el beneplácito del Senado, en manos del PP. Este mecanismo excepcional permite someter a control a las comunidades autónomas y, en su caso, imponer de modo coercitivo el “cumplimiento forzoso” de sus deberes a la que se declare en rebeldía, porque incumpla las obligaciones constitucionales y legales o “atente gravemente al interés general de España”. El bloque soberanista catalán se comprometió a desoír las decisiones del Tribunal Constitucional y demás instituciones del Estado. Cabe comprobar ahora si cumple sus amenazas. El Tribunal Constitucional, al suspender la resolución independentista aprobada por el Parlamento catalán el 9 de noviembre, advirtió a una veintena de altos cargos de riesgo de incurrir en responsabilidades penales. Lo que viene no tiene antecedentes. Conocemos ya los interrogantes. Pero las respuestas están en manos de un Gobierno que aún está por nacer: parto y pacto de responsabilidad.