Cuestión de grises

Espacio Z – Por Indra Kishinchand

La primera vez que me encontré frente a la eternidad le pregunté si duraría para siempre; me miró sorprendida y se largó. Sería una pregunta demasiado estúpida o la mía un alma excesivamente confusa, pero la realidad es que entonces aprendí que las cuestiones más obvias se responden con el silencio. Mientras todos esperamos a que suene la voz que confirme la evidencia, esta se burla de nosotros a propósito y con ganas de vernos sangrar hasta que gritemos fuego.

Así fue como también entendí que cuando te regalan la eternidad, te la prestan. Te la envuelven en sonrisa ácida, en mentiras ajenas, y pretenden que la devuelvas intacta y sin heridas. Lo que ellos no saben es que de la guerra se vuelve con la cicatriz de un papel blanco, de una historia mal contada o con poesía murmurando en la garganta; que es imposible regresar sin rasguños y enviar la vida en cuatro frases por correo postal. Lo más seguro es que lo sepan y lo olviden, como hice yo con las ganas.

Por eso, al descubrir que la inmortalidad era perpetua, sin principio sucesión o fin, decidí que no la quería para mí. Fue una determinación tan dura y tan estúpida que preferí no compartirla; la guardé al igual que se hace con las cosas buenas y fingí que las decisiones de otros habían sido mías. Empecé a vivir como si las casualidades me pertenecieran hasta que me di cuenta de que aún no había comprendido el significado de un adiós.