nombre y apellido

Francisco Rivera

Mi correo se colmó con tuits airados por su foto lidiando a un cabestro con la mano derecha mientras, con la zurda, sostiene a su hija de cinco meses. Instagram lo emitió con este texto: “Debut de Carmen; la quinta generación que torea en nuestra familia. Mi padre toreó así conmigo y yo lo he hecho con mis hijas Cayetana y ahora Carmen. Orgullo de sangre”. Salvo algunos apoyos, al protagonista le llovieron críticas, ácidas e irreproducibles muchas, y otras más leves que lo tildan de “irresponsable y petulante”, asumibles por ciudadanos de cualquier condición sensibilizados con la protección de la infancia. Los mensajes más duros salen de entidades civiles (animalistas y antitaurinos aprovechan el dislate para enardecer su lucha “contra la barbarie” de la Fiesta Nacional) y los defensores del Pueblo Andaluz y del Menor y la Fiscalía intervinieron de oficio en el caso y, sin más y sin ruido, se inhibieron; y, en gestos groseramente corporativos, otros matadores avalan al diestro “por la costumbre y amor a la profesión”; la Red, por su parte, divulga esas temeridades y ligerezas con imágenes, nombres y apellidos. Desde la posición de observador de cuanto ocurre para contarlo a mi modo, rechazo con energía cualquier acción que ponga en riesgo innecesario la vida, o la integridad, de una persona y, mucho más, si se trata de un bebé. Como ciudadano y contribuyente, invoco el deber de los poderes públicos de actuar con prontitud y proporcionalidad contra las vulneraciones de los derechos humanos y el incumplimiento de las leyes vigentes que los garantizan. Acaso la negligencia de marras no está tipificada en el código como delito y, desde luego, no le presumo mala intención, pero meter a un niño en un tentadero es un disparate, que no hace más valiente y digno a su imprudente progenitor; y los disparates no pierden ese carácter por más que los generalice y abandere un sector social, una facción partidaria o un gremio. La historia, la mejor maestra, tiene dolorosas constancias de errores colectivos cuyos costes afectaron a generaciones. “Desgraciado el pueblo que siente la tradición como la mera perpetuación de las costumbres”, escribió Pedro Pérez Díaz. “Allí donde no existan tradiciones evolutivas aparecen sociedades estancadas, ancladas en usos bárbaros frente a la razón y condenadas a morir”. Hubiera hecho bien Francisco Rivera, hijo y nieto de toreros, en reconocer su equivocación sin daño; mucho mejor, desde luego, que ampararse en excusas que la agravan y la harán inolvidable. Y si no, al tiempo.