Chasogo

Un hombre bueno – Por Luis Espinosa García*

Era un hombre tranquilo, muy tranquilo, no como el personaje de John Wayne, pues a este que me refiero jamás se le ocurriría levantar la mano con intención de agredir. Ni mucho menos. Porque era tranquilo y bueno. Sereno sería, tal vez, la palabra justa.

Era lejano pariente de mi madre pero quisiera aclarar que mi amistad para con él no surgió de las relaciones familiares o de índole similar. Nada de eso. Surgió porque, simplemente, era un hombre que se dejaba querer. Viejo conocido de alguno de los componentes de la Peña Baeza como Telesforo Bravo o Imeldo Bello, comencé a tratarlo con cierta asiduidad por un trágico motivo que no voy a descubrir. Pero cuando su pena le hacía ser aún más callado de lo corriente un buen día se me ocurrió decirle: ¿Por qué no nos acompañas en nuestros paseos por la isla, por los montes y cumbres tan bonitos que tenemos tan a mano y que poca gente conoce? Y a la primera ocasión nos acompañó. Subimos al Teide, haciendo noche en Altavista y, a la mañana siguiente, bajamos a Pico Viejo y terminamos en la entonces pista de tierra de solo tres kilómetros que, en el futuro, se habría de convertir en la carretera asfaltada que lleva a Chío. Para empezar no estuvo mal. Su comentario, sentados en unas piedras al borde de la pista, fue el siguiente: “Estoy molido, lleno de dolores y con ganas de darme una ducha, pero estoy contento, pues pensaba que padecía del corazón y, si he soportado esta paliza de montaña, seguro que del corazón, nada de nada”. Vicente no solía hablar mucho, pero cuando lo hacía el resto del grupo que le acompañaba por los senderos de la isla callaba para oírle. Normalmente, por no decir siempre, de sus labios salían comentarios, recuerdos y anécdotas de su vida, con humor y una simpatía para con los protagonistas de sus comentarios que parecían reflejados en las llamas de la hoguera del campamento. Una noche, en una casa de El Portillo donde pernoctábamos (curiosamente veníamos de una excursión a Risco Blanco y no recuerdo por qué terminamos tan arriba), los efectos de unas pastillas que tomaba sumados a un vaso de vino dieron como resultado que bruscamente, se quedara semiacostado sobre la mesa, dormido como el clásico lirón. Siendo yo el médico no hay que decir que pasé una noche fatal, vigilando sus ronquidos, tomando el pulso, auscultando con medios caseros, hasta que, al amanecer, se despertó más fresco que una rosa y tranquilamente preguntó: “¿Cuándo desayunamos?”.

Escribió un libro, de los primeros creo yo, que hablaba de senderismo, de amistades entrelazadas, de buenos y malos momentos, todo ello adornado con un lirismo difícil de igualar. Yo lo he intentado a veces, pero comprendo que no todos somos Vicente Jordán. Amigo Vicente, amigo de verdad a pesar de los años que nos separaban, te tienen olvidado. Te tenemos olvidado. No me parece justo. No soy quién para opinar en ciertas estancias, pero una choza con tu nombre en cualquiera de los rincones bellos que tiene la isla sería un buen detalle.
*MEDICO Y MONTAÑERO