nombre y apellido

Leopoldo Alas

Hablamos de una tradición castiza que, según algunos autores, tuvo su origen en un regalo del Buen Borbón -Carlos III- consistente en unas carretas de sardinas para agasajar al pueblo en la despedida del Carnaval. Por un inusual calor en febrero y la demora del viaje, la carga llegó en mal estado y el gentío, entre cabreado y divertido, la quemó -o enterró- en la Pradera de San Isidro, donde transcurrieron los regocijos populares de la Villa y Corte. La noticia devino en tradición y se extendió, con un patrón flexible y al gusto de cada cual, por todos los rincones de España, donde se organizaron desfiles jocosos, sátiras de los cortejos fúnebres, precedidos o concluidos, con comilonas de platos y fiambres típicos, bien regadas de vino y la apoteosis de una hoguera final para los peces simbólicos, en su mayoría con traza fallera. El Entierro de la Sardina se fechó en el Miércoles de Ceniza, arranque de la Cuaresma y del ayuno y la abstinencia; cuenta con una extensa iconografía que, desde el magisterio sumo de Francisco de Goya, implicó a coetáneos y seguidores y, también, con una literatura variada y las mejores firmas del realismo español. Entre los textos que guardo sobre esta fecha, destaco, por su plena vigencia, un cuento de Leopoldo Alas (1852-1901), el zamorano que colocó a Asturias en la cumbre de la narrativa en castellano. Clarín situó su relato en un escenario montañés y carbonero, Pola del Rescoldo, de muchos vecinos, con obispo, juzgado, instituto de secundaria y el espléndido Paseo de los Negrillos, donde se festejan las romerías y el Carnaval, “que es un oasis entre los ritos, vetos y penitencias del año”. En ese ámbito narró el encuentro amoroso de un joven notable y una humilde soltera; Celso Arteaga fue el rey de la velada y pronunció el pregón irónico y encendido sobre los gozos de la carne y tuvo el premio de una virginidad voluntariamente entregada. Este episodio fue olvidado por el hombre que creció en la judicatura, la política y la fortuna, casó y tuvo hijos y nietos; mientras la moza guardó su soltería, su recuerdo y una sardina de plata, regalada aquel día, que cuidó como un amuleto. Solo en su vejez y devuelto de la capital al pueblo de su nacimiento, otro Miércoles de Ceniza contempló junto a sus viejos amigos un sepelio en la fecha señalada de la que hoy escribo, un duelo pobre y con breve concurso de fieles, y algún paisano, o tal vez su conciencia, le sopló al oído el nombre de Cecilia, la amante puntual de una noche y fiel para todo el tiempo.