el charco hondo

Nieve

Sí, soy yo; lo confieso. No es el vecino del séptimo, tampoco el de la cafetería de abajo, soy yo, sí, yo, soy el que hoy no tiene puñetera intención de subir a ver la nieve. Sé que tengo un reportaje. Están tardando, y mucho, en hacerme una buena entrevista. Al otro lado del hilo telefónico tenemos al que pasa de subir a la nieve, o así. Hemos localizado al que ha dicho a familia y amigos que lo de la nieve le parece un coñazo, o asá. Digo más. Yo confieso. No subo ni loco. Ni de broma. Paso. Ni se molesten en llamarme. No voy. Solo de pensarlo me duele la cabeza. Sí, soy yo al que no le hace maldita ilusión hacer bolas de nieve, lanzarlas o morderlas -sí, morderlas, que el otro día salió uno en la tele mordiéndolas porque, dijo, quería saber a qué sabe la nieve-. Sí, soy yo al que lo de tirarse con unos plásticos montaña abajo le parece un riesgo tan excesivo como innecesario, sabiendo como sé que a poco que la nieve baje cualquier piedra que asome te puede hacer un descosido ahí donde la digestión acaba. Sí, soy yo, especie en extinción, incapaz de entusiasmarme o aplaudir cuando la nieve lo vuelve todo blanco; entre otras cosas, porque el blanco, cuando se abusa, me asfixia, de ahí que siempre se me hayan atragantado, y me agobien, las películas que se desarrollan en la nieve. No, no le veo la gracia a pasar el sábado no ya en la nieve, sino en el atasco de la nieve, encerrado en el coche, buscando sin encontrar un hueco donde aparcar, hipotecando el día atrapado en un descomunal colapso de noveleros. Además, no me gustan los selfis, y visto lo visto si no te gusta hacer fotos subir a la nieve no tiene sentido. Hay más. Tengo perro, pero no es un alaska malamute -si no tienes un alaska, ahí arriba no pintas nada-, y si llevo a Quico me arriesgo a que alguno con dos copas lo confunda con una bola de nieve y me lo estrelle contra el parabrisas de su coche. Sí, soy yo el que hoy no piensa subir a la nieve.