acabo de llegar

Recordar es volver a vivir

Desde muy niño, cuando asistía cada mañana a la escuela privada de doña Rosita para aprender el Catecismo, supe que son la memoria, el entendimiento y la voluntad las llamadas potencias del alma. De mi entendimiento estoy más o menos satisfecho. No he sido universitario (me quedé en maestro de escuela), pero he ido defendiéndome a lo largo de mi vida. Ignoro muchas cosas pero he logrado aprender otras. Si hablo de mi voluntad, puedo decir que, sin ser un obstinado en conocer esto, eso y aquello, creo que he tenido el ánimo y el deseo que se precisan para no quedarse uno excesivamente rezagado en el devenir de la vida, de los conocimientos y de cuanto se necesita para derribar (o intentarlo, al menos) esas murallas contra las que hemos de luchar, queramos o no queramos. Toda la vida es un esfuerzo. De lo que no puedo estar muy satisfecho es de mi memoria, que me juega cada día muchas malas pasadas, con situaciones que me cuesta esquivar o me resultan difíciles de vencer. Me dicen que a mi edad es absolutamente lógico cuanto me ocurre. Con los años, la memoria se debilita. Y yo acepto el comentario aunque tanto ustedes como yo sabemos de grandes genios que con avanzadísima edad siguieron siendo genios. Pero cada cual es cada cual.

Para mí esta situación supone un problema. Ya saben ustedes que mi mayor afición ahora es escribir croniquillas en los periódicos. Y supongo que estarán ustedes conmigo si les digo, aunque no sea preciso decirlo, que la memoria juega, debe jugar un importantísimo papel en esta tarea que, por las buenas, me he impuesto. La memoria es aquí fundamental. Tan fundamental como la veracidad. Yo acostumbro a ser veraz, pero no confío en mi memoria. Y me asusto cuando leo mis artículos el mismo día en que se me publican. Porque encuentro errores (involuntarios, por supuesto) y, sobre todo, olvidos más que lamentables. No tengo que retroceder mucho en el tiempo para ofrecerles un ejemplo. En mi artículo El Begoña y Garachico, dado a conocer aquí la pasada semana, pude darme cuenta de mis errores y olvidos. No sé cómo pude ignorar a un amigo que fue un gran valedor del alcalde Lorenzo Dorta en diversas situaciones, aunque tal amigo vivía en Venezuela, donde trabajó años y años en favor del pueblo de su nacimiento. Si el Begoña, además de pasar junto a la costa, se detuvo junto al viejo puerto de Garachico, se debió a las numerosas gestiones que en Caracas llevaba a cabo mi amigo Francisco Gutiérrez (Quico), a quien Lorenzo se unía para, entre ambos, conseguir importantes empresas. No en vano fue Francisco Gutiérrez amigo personal de Rafael Caldera, presidente de la República Bolivariana de Venezuela. Francisco habló con varias de las personalidades de su época y consiguió muchos éxitos para Garachico, como el detalle de que el nombre de nuestra Villa figure en una de las calles céntricas de la ciudad capitalina. Entre los dos, Lorenzo y Quico, lucharon lo indecible para conseguir yo no sé cuantos detalles a favor de su pueblo, que es el mío. Quede bien claro que no soy historiador, sino cronista o articulista, como ustedes quieran. Los historiadores que nos hacen llegar los episodios del pasado no son todos veraces. Suelen dejarse llevar, muchas veces, por los colores políticos que defienden y olvidan los sucesos de un lado, al tiempo que están siempre dispuestos a ensalzar lo suyo y vilipendiar lo del otro bando. Es un caso sumamente frecuente y no solo ayer sino también en nuestros días. Pero no es este mi caso, afortunadamente. Mi olvido de Quico ha sido precisamente eso, un olvido. Espero que ningún lector encuentre, en mi anterior artículo ni en este, afirmaciones u opciones carentes de sentido. En casos como el mío, la memoria es una memoria débil, desgastada por el tiempo. ¿Qué puedo hacer?