de puntillas

Sudoku – Por Juan Carlos Acosta

La situación política española es ahora mismo apasionante. Nadie sabe lo que va a ocurrir y hay quien lo compara con la transición de la dictadura a la democracia, mientras muchos analistas se pasan el día haciendo cábalas porque no encuentran precedentes para una escena en la que el dilema no solo no pierde intensidad con el paso de los días, ya semanas, sino todo lo contrario. No parece, sin embargo, que sea un cromo de la época en que Suárez, González o Carrillo, con la Pasionaria a cuestas, irrumpieran en una España que salía de la obscuridad impuesta por el caudillo durante 40 años a un país traumatizado por una guerra civil terrible, y porque, entre otras cosas, tampoco hay ruido de sables ni la inquietud apabullante de aquellos momentos por la amenaza de un golpe de Estado.

Es probable que también ahora haya factores de notable incertidumbre, pero la gente respira serena a la espera de un posible pacto a varias bandas que desatasque el sudoku en el que nos mantienen las circunstancias, casi más con expectación que con pánico. Tampoco hay que descartar que esté generándose una evolución desde un modelo político caduco, o de partidos, hacia una mayor atomización de reparto de las posibilidades, en la que nuevos líderes parecen estar en disposición de arrebatar coaligados el testigo a otros que han sucumbido, o están a punto de hacerlo, a mecanismos desfasados, casi descontrolados, de un sistema que ha hecho aguas, anegado por la corrupción, la endogamia partidaria y la falta de autocrítica y solidaridad con quienes peor lo están pasando. El hasta hace poco novato Pedro Sánchez, curtido en el debate de las tertulias televisivas desde el anonimato, ha ido fortaleciendo su imagen en contra de todo pronóstico, incluso, o a pesar de, su formación, el PSOE, y de las tarascadas que le han propinado, entre otros, su alter ego, Susana Díaz, o el elefante blanco del socialismo nacional, Felipe González, que hubieran acabado en un santiamén con cualquier liderazgo más frágil. De otra parte, el fenómeno sorprendente y algo desbocado de Podemos, con Pablo Iglesias, que sigue remontando encuestas a contracorriente con el apoyo de una ciudadanía procedente de casi todas las capas sociales. Y el emergente y pulcro Albert Rivera, con Ciudadanos, que parece representar con éxito la cuota disidente de la derecha desencantada del PP.

Los tres, que conforman el núcleo más visible para la necesaria gobernabilidad, pese a quien pese, no sueltan prenda sobre cuánto tiempo tardarán en rematar los acuerdos necesarios para que el país siga cumpliendo con sus socios internacionales, con bastantes incógnitas por delante. El círculo se cierra con la convocatoria de las cada vez más remotas nuevas elecciones, que poco, o nada, cambiaría la correlación de fuerzas surgidas del 20D, a tenor de los datos de las últimas consultas demoscópicas.

Depare lo que depare el plazo concedido al candidato socialista para que forme gobierno, una lectura recurrente es la de un pueblo que corta el paso al estamento político tradicional por su indiferencia ante las desigualdades y por sus privilegios. Es posible que el votante de a pie se haya enrocado en la irreversible determinación de que aquí o sufrimos todos o ninguno.