CRÓNICAS DESDE EL OTRO LADO >

Vírgenes mancilladas

Una turista "relajándose" en una playa del sur de Tailandia. Joven asiática Calles asiáticas
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Las calles más turísticas son el escenario de los encuentros. / DA

JOSÉ LUIS CÁMARA | Santa Cruz de Tenerife

Lin todavía no ha cumplido los 17 años, pero desde hace dos se pasea cada noche por algunos de los bares más frecuentados del Riverside de Phnom Penh, la capital de Camboya. Su familia, que tuvo que dejar el pequeño pueblo donde vivían por culpa de las nacionalizaciones del suelo, necesita ingresos para salir adelante. Por eso, cuando cierra el mercado donde su madre y sus hermanos venden fruta, Lin se pone uno de los dos vestidos que tiene, se pinta los labios y sale en busca de algún turista sin escrúpulos al que sacarle unos cuantos dólares. Junto a dos amigas, y bajo la supervisión de un proxeneta de escasas luces, la adolescente camboyana cruza miradas y busca conversación en occidentales maduros que no hacen demasiadas preguntas.

Según la ONU, unos 200 millones de niños sufren explotación sexual en el mundo, la mayor parte de ellos en países del sudeste asiático, como Tailandia, Laos, Vietnam o Camboya. Las cifras, en cualquier caso, no son demasiado fiables, ya que casos como el de Lin son complicados de detectar si no hay por medio algún episodio violento o denuncia. En 2009, en Camboya se registraron unos 190 casos de explotación infantil, pero sólo un centenar de ellos llegó a generar un expediente judicial, resultando apenas una treintena de condenas. Las víctimas suelen ser niños por debajo de la edad legal para mantener relaciones sexuales (15 años), aunque en Tailandia se han llegado a detener a pedófilos que abusaban de menores de 10 años.

La actual situación, sin embargo, no es tan flagrante como hace una década, cuando cientos de turistas llegaban hasta esta parte del planeta atraídos por un mercado del sexo que era capaz de ofrecer casi cualquier producto. En este sentido, en Camboya, por ejemplo, se han desarrollado campañas basadas en la participación ciudadana, a partir de las cuales son los propios establecimientos hoteleros o los conductores de transportes públicos quienes actúan como vigilantes y denunciantes de estas prácticas aberrantes. «Los viajeros también pueden poner su granito de arena estando atentos a cualquier comportamiento sospechoso por parte de un extranjero», explican desde Save the Children, que hace dos años puso en marcha una línea telefónica confidencial donde se puede pasar cualquier información que se considere pertinente, como el nombre o la nacionalidad de presuntos pederastas.

Lin, como la mayor parte de las chicas que se prostituyen en Phnom Penh, no saben lo que es un preservativo, y las que lo conocen no lo usan porque cobran menos. Ello ha provocado que más del 70% de los menores que ejercen la prostitución en el sudeste asiático padezca enfermedades de transmisión sexual. De ese porcentaje, además, un elevado número termina falleciendo antes de cumplir los 30 años por culpa males fácilmente curables, como el sarampión, la diarrea, el tétano o la neumonía. La mayoría de estas adolescentes, según exponen desde Human Rights Watch, «comenzó su vida en la prostitución siendo violada o víctima de abusos sexuales». «Se ha comprobado que las que han sido víctimas de ataques por parte de adultos, aparte de las consecuencias físicas de tales actos, pueden padecer ansiedad, hiperactividad y un comportamiento agresivo. También pierden la confianza en sí mismas y hacia los adultos en general, incluidos los padres. Experimentan sentimientos de culpa y odio a la vez, y tienen una personalidad triste y depresiva», subrayan.

Estos niños explotados, denotan desde UNICEF, ejercen la prostitución básicamente de dos formas: de manera regular, con turistas extranjeros de los que casi nunca suelen dar información; y de forma no regular, como en el caso de Lin, a la que la necesidad empuja cada noche a aceptar las propuestas deshonestas de vejestorios occidentales. En Camboya, también hay diferentes tipos de menores según el sitio donde frecuentan sus servicios. Algunos pasan el día en la orilla del río (niños sin techo, que provocan a los extranjeros y están en constante vigilancia por parte de las ONG y la policía); otros lo hacen en lugares de interés turístico, como calles de hoteles, restaurantes, bares, etc; pero también en zonas lúdicas, como parques públicos, y en lugares nuevos y apartados, que los pederastas que conocen la ciudad controlan regularmente.

El comercio sexual, no obstante, sólo es la punta del iceberg del problema, ya que la trata y explotación de menores presenta muchas y variadas formas. Así, varias ONG han denunciado la existencia de padres que alquilan a sus hijos como mendigos, trabajadores o vendedores, y también es habitual que estas prácticas estén ligadas a la venta de droga o el tráfico de falsificaciones de artículos. Según datos de UNICEF, un millón de niños en todo el mundo ingresan cada año en el mercado de la prostitución infantil, siempre empujados por adultos que aprovechan la terrible situación en la que viven para anunciarles promesas sobre «un futuro mejor». Este negocio mueve al año cifras millonarias, donde participan desde las personas más desfavorecidas de los países más pobres del mundo, hasta sujetos con alto poder adquisitivo y miles de turistas extranjeros.

La situación ha llegado al extremo de crearse una especie de «profesionalización» en la que, de forma creciente, los niños están tomando la iniciativa a la hora de ofrecer sexo, a pesar del trabajo que las asociaciones y trabajadores sociales realizan con ellos. En Vietnam, Camboya y Laos, la comunidad muestra una participación nula en lo que concierne a la supresión de la prostitución infantil, básicamente porque la sociedad perpetúa e impide su implicación en los problemas de las familias afectadas. Además, el contexto general de violencia en ambos países no fomenta que estos actos se denuncien. Sin embargo, la pedofilia no es exclusiva de las sociedades occidentales, ya que también hay un gran problema con los turistas asiáticos. Éstos, auspiciados por países que miran para otro lado, han desarrollado en los últimos años una singular industria nacional en torno a la compra de vírgenes, basada en la superstición de que poseer a una virgen aumenta el poder de uno. Bajo ese atroz pretexto, cientos de adolescentes son mancilladas cada año por compatriotas que se dejan la moral y la vergüenza cuando se quitan sus trajes y corbatas.