Después de que el mapa de España se tiñera casi totalmente de azul en las corporaciones locales y en un buen número de los gobiernos autonómicos, la cuestión que surge de manera inevitable es si, ante la evidente falta de respaldo a la gestión de los socialistas, se debe acometer o no el adelanto de las elecciones generales.
Hay muchas razones que lo aconsejan, tales como la fragilidad del Gobierno de un partido que evidentemente no cuenta ya con el acía muchos años que la juventud española no se interesaba por la gestión política, y no puede uno por menos de reconocer que resulta alentador que se motiven ahora a tal respecto, en función previa de la tibia, convencional y decepcionante convocatoria de las urnas, que se produjo el domingo pasado: porque decir no taxativamente puede ser una forma de ofrecer una fructífera propuesta reformista (que sólo los cobardes -o los estúpidos- desdeñarían) a la profunda confusión política en la que actualmente vivimos, de manera sumamente acomodaticia, con una excesiva delegación inhibitoria en los representantes políticos electos (¿demasiado erectos?) surgidos de un sufragio universal que -en ocasiones: parafraseando a Borges- parece ser de la infamia.
Tal vez (rizando -un poco- el rizo incordio que a uno le gustaría asumir aquí) ese no del movimiento Democracia Real no sea otra cosa que el ansiado sí de respuesta a la desdeñosa negativa con el que la praxis política democrática se ha pronunciado, con respecto a su clientela; y no queda más remedio que reconocer que negar -desde la ciudadanía- la negativa administrativa es afirmar el deseo de gestión ciudadana, por lo común amordazado, o -cuando menos- gravemente restringido; porque la juventud (y cualquier edad) está obligada a decir no a las negaciones democráticas, para tratar de construir una nueva afirmación.
Aunque eran otros tiempos de mucho dolor (que los jóvenes de hoy -por fortuna- desconocieron) Raimon cantaba -en plena dictadura franquista- que había que decir no, porque en las siniestras dictaduras -como aquélla- no decir no era colaborar con el crimen institucionalizado que pretendía falazmente inscribirse en una hipotét(r)ica legalidad; desde cuya perspectiva reconforta encontrar las agresivas reivindicaciones de quienes ahora acampan -con lícita exigencia- en la Plaza de Candelaria.
En cualquier caso, uno recomendaría a los indignados militantes de esta Democracia Real que no se precipiten levantando los adoquines de la Plaza de Candelaria, para construir efímeras trincheras, porque -más tarde o más temprano- terminarán pagando la nueva pavimentación; de la misma manera que sus precursores parisinos (de hace ahora cuarenta y tres años) pagaron -y muy cara- la repavimentación del Barrio Latino: no está uno muy seguro de que la Democracia pueda todavía ser Real, pero de lo que sí está convencido uno es de que el capitalismo la hipoteca férreamente; y ya se sabe que donde hay Capital (por Marx o menos que se alegue) no mandará jamás ningún esperanzado grumete revoltoso.