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LA MARESÍA > CÁNDIDA CARBALLO

El risco

   

Seguramente porque me crié en la marea, el mar siempre fue para mí una válvula de escape. Desde que tenía apenas diez años, lo he utilizado como el bálsamo que cura todos mis males, sobre todo los espirituales. Ahora vivo lejos del mar y sólo respiro salitre de vez en cuando.

Añoro las tardes de invierno en las que el embate de las olas hacía temblar la costa del Puerto de la Cruz. Tenía dos lugares que había elegido meticulosamente como refugios para olvidar las penas de la adolescencia. Uno era un muro que asoma al horizonte junto a la ermita de San Telmo y otro está en las proximidades del castillo de San Felipe, donde se podía ver romper con fuerza enormes columnas de agua que parecían querer tragarse las casas de Punta Brava. En esos dos rincones pasé muchas horas de mi vida, generalmente sola y alguna vez acompañada. Ahí tomé decisiones, coqueteé y hablé mucho de política. En plena transición casi todos los jóvenes queríamos cambiar el mundo y, además, creíamos que aquel era el momento para cambiarlo; disfrutamos de una época histórica en un país que estaba poniendo los cimientos de su democracia.

Quizá movida por la nostalgia, me asomo aún al océano esperando recuperar las sensaciones, los sonidos y el ímpetu que dan las ilusiones de los jóvenes. A veces casi consigo perder años con sólo sumergirme en agua salada y disfrutar del ritmo de las resacas.

Hay algo que no he logrado volver a disfrutar, aunque regrese a aquellos lugares de la infancia, es el aroma limpio y húmedo del mar revuelto. Ése que te llega tan directamente a los pulmones y permanece impregnado con tanta raigambre y tan aferrado como el olor de la madre, de los hijos, de las meriendas infantiles o del jabón que utilizaba tu abuela para lavar la ropa.

Ahí está grabado en mi pituitaria, queriendo recuperarse y haciendo esfuerzos inútiles por salir. Al final casi siempre abandono, porque el olor se aproxima al que evoco, pero no tiene ni la misma intensidad, ni la misma frescura, ni los mismos efectos. Como ocurre con casi todos los recuerdos, es probable que mi cerebro haya idealizado hasta tal punto el mar de mi niñez y adolescencia que ni siquiera existió.

Esa percepción también me ocurre con las ilusiones que entonces me generó la posibilidad de una democracia real en España. Ese concepto que acabó perdido en décadas de desconcierto y desvirtuado en un sistema que está ahuyentando a los ciudadanos de las urnas, pero que sigue siendo el mejor sistema político conocido.

Sin embargo, ha vuelto la marea. Las movilizaciones de esos miles de jóvenes y no tan jóvenes, que han utilizado una nueva herramienta como Twitter para buscar fórmulas con las que expresan su descontento. Me están devolviendo la esperanza. No parecen dispuestos a conformarse con la desidia de la mayoría y está claro que, por ahora, están consiguiendo llamar la atención.
Que existan representa, por lo menos, que están dispuestos a moverse. Me alegro. Creo firmemente que es tiempo de que los ciudadanos participen en las urnas y fuera de ellas. La crisis nos ha hecho ver que no todo está hecho, que llevamos demasiado tiempo adormilados en la comodidad, en la evocación. Ya es hora que dejemos el risco y pasemos a la acción.