X
POR QUÉ NO ME CALLO > POR CARMELO RIVERO

María Rosa Alonso

   

De la pasta que estaba hecha María Rosa Alonso (la mejor musa para hoy, Día de Canarias) va quedando poca gente, una vida durada, con aquella inagotable curiosidad que la llevaba a perseguir los pasos perdidos de un guanche en Venecia. “Todo me interesa”.

En la casa de su sobrino Elfidio, en La Laguna, cuando retornó, pasó unos años que le parecían postreros -a los 91-, y creía, por pura lógica cartesiana, que se iba a morir. “Para lo que me queda, vivo”. Se ha muerto a los 101, cuando ya no le cabían más años en el frasco de su vida. Pero entonces, sin la cifosis de la vejez haciéndole mella, se prometía reconstruir la historia de la literatura canaria.

Una noche la vi aparecer enfundada en una bufanda. “Tengo fiebre”. Y se puso a hilvanar un discurso como si la gripe le diera igual. Era vehemente y tenía prontos de “fosforito”, como decía ella misma: “esa ira ósea mía”. Pero sobre todo, era la curiosidad personificada. Me lo dijo el psiquiatra Carlos Castilla del Pino, ya octogenario: se vive lo que la curiosidad dura. En esa casa, Calero (mi amigo Juan Luis Calero, cómplices literarios) compartía largas veladas con la autora de ‘La luz llega del Este’, su mejor libro (donde narra el ‘obsequio’ del mencey a la ciudad de la laguna pantanosa). Hablaban de la muerte o de la calma, de lo que se ofreciera. Javier Marías añoraba sus carcajadas en la casa de sus padres. Aquella mujer estaba enamorada de la cultura, un amor con escenas de celo: quería viajarlo todo. Como no era televidente, como Emilio Lledó, leía y hacía excursiones. A Jesús de Polanco, Tenerife le recordaba a María Rosa Alonso en Madrid.

La progenie de ese amor, los libros, los llevaba escondidos por la calle para ir a clase, porque estaba mal visto que una niña estudiara. Venía de un siglo de papel, de desayunar con periódicos para estar al día (el ‘aggiornamento’ que admiraba de Pablo VI), de aprender a querer las palabras con Ortega y Gasset (“¡hablaba como escribía!”) y a no errarlas con Américo Castro, que casi la mata por una falta ortográfica. Cuando le dieron el Premio Canarias, la noticia saltó a Venezuela, donde vivió y trabajó cuando aquí la querían poco. Y hablamos de América con esa familiaridad que ponemos en el tema, de Caracas como si fuera Santa Cruz, del hermoso país que computamos como si fuera una isla nuestra. Y era inevitable en su presencia terminar hablando de Viera y Clavijo, Viana o Cairasco. Esa nómina a la que ahora se suma ella, cuando sus cenizas se esparcen por la Punta del Hidalgo, un día como hoy, que nos nombra a todos.