Vale, estoy indignado. ¿Y ahora qué?

A lo largo de los últimos años he escrito mucho sobre el sistema de canongías y gabelas que se han proporcionado a sí mismos los gestores de nuestra imperfecta democracia: políticos y burócratas. Del peso aplastante del que se han dotado los poderes públicos, a través de poderes extraordinarios, frente a la indefensión y el desamparo del ciudadano. Quien tenga una deuda por cobrar de la administración puede acabar delante de un ayuntamiento echándose gasolina encima bajo amenaza de prenderse fuego, pero, si es al contrario, verá cómo le embargan sus cuentas, sus ingresos y sus bienes. La propiedad privada sólo lo es en tanto que al interés público no le dé por expropiarla a precios irrisorios para usos sociales a menudo irrelevantes. El crecimiento de las administraciones autonómicas y locales ha llevado el sistema al borde del colapso, en una vorágine insostenible de gasto que una sociedad empobrecida ya no puede soportar.

La crisis del sistema financiero, que se trasladó como un tsunami a la economía real ha agudizado los males estructurales de nuestras sociedades del bienestar hasta el punto de que han puesto en peligro su supervivencia. Pero el problema nunca ha estado en el modelo de sociedad, sino en la presbicia de sus irresponsables gestores.

Hace sólo una semana (Las urnas de la ira) hablaba otra vez de la frustración y la cólera que se respiraba en la calle ante el fracaso estrepitoso de quienes no han administrado de forma responsable nuestros intereses. Y al fin se han visto los primeros síntomas en ese movimiento del 15-M, el llamado Democracia Real Ya, cuya repercusión mediática ha sido tal vez mayor que su capacidad de convocatoria. El eco ha sido mayor que el grito porque en casi todo el mundo late la percepción de que las cosas no marchan demasiado bien ni tienen aspecto de que vayan a mejorarse.

La ola que ha despertado el libro de Stéphane Hessel, el nonagenario autor de Indignaos, o el Manifiesto de economistas aterrados francés, o Algo va mal de Tony Judt -por citar sólo tres reflexiones intelectuales más o menos recientes-, es la reacción ante un estilo de vida egoísta, equivocado, materialista. Pero el corolario de estas denuncias es la reclamación de más Estado y menos mercado, de más cosa pública como catalizador de la actividad de las sociedades, frente al otro frente crítico que reclama precisamente lo contrario: el retroceso del peso de lo público en la actividad de los individuos y las empresas privadas.

Cuando los jóvenes exclaman en la calle que “el modelo no vale”, en referencia a nuestra sociedad actual, dejan en el aire una respuesta. ¿Cuál es el repuesto? Hay que tener la mente abierta, pero no tanto para que por el agujero se nos caiga el cerebro. Y la memoria. Porque el otro modelo antagónico al capitalismo de libre mercado (tomando la palabra libre como un eufemismo) fue enterrado más o menos en 1989, con la caída del muro de Berlín. El modelo del “socialismo real” se hundió sobre sus cimientos tras haber creado sociedades desiguales, empobrecidas, reprimidas, antidemocráticas, gobernadas por un aparato gerontocrático donde el partido único se había erigido en la única posibilidad de elección, donde el Estado se había apropiado de las rentas del trabajo de los ciudadanos y donde el reparto de riqueza se transformó en una redistribución de pobreza y represión.

Coincido en las razones de la indignación que siente esa gente que se ha lanzado a las calles y en el diagnóstico de que esta democracia necesita profundas reformas. Pero lo que percibo es que necesitamos más libertad y menos Estado. La respuesta de los manifestantes, que remiten cualquier opinión a la decisión de la asamblea, me recuerda a una “mente colmena” incompatible con la existencia del individuo soberano en la expresión de sus opiniones y el ejercicio de unos derechos que le son inherentes, sin necesidad de que sean consensuados por una mayoría ajena a él. Pero la presencia en las calles de todas esas personas, sean muchas o pocas, no debe ser tomada a la ligera porque es el primer síntoma de que la partitocracia reinante está llevando a la exasperación y a la desesperanza a una parte de la sociedad que cada vez será mayor.

Es un hecho que nuestra democracia necesita urgentes reformas. Es un hecho que la administración y la banca juegan con los ciudadanos con las cartas marcadas. Es un hecho que el modelo de Estado autonómico, plagado de organismos públicos, cargos e instituciones, leyes y normativas distantes y distintas, resulta insostenible si no se plantea su viabilidad y eficacia. Es un hecho que la redistribución de la riqueza sólo es posible si existe la riqueza. Es un hecho que el Estado del bienestar es el único sistema donde se consigue extender servicios públicos universales y gratuitos a quienes no pueden costearlos, sufragados por quienes sí pueden hacerlo con el producto de sus actividades. Y es un hecho que si queremos defender esos principios de solidaridad debemos extirpar de raíz los males que veníamos arrastrando, una dolencia subclínica que se ha manifestado con toda su morbilidad con los efectos de la crisis económica.

En toda la campaña electoral se ha evitado cuidadosamente por los grandes líderes entrar en el debate de la quiebra del modelo que hizo posible el “milagro español”, un crecimiento económico sin precedentes que nos llevó a ser una de las primeras economías del mundo. Edificamos una prosperidad con los pies de barro. Lo que ayer se podía sostener, hoy es insostenible. Palabras como austeridad, control del gasto, eficiencia, productividad y competitividad, no son palabras huecas en un país que aún no ha comprendido que los milagros no son tales sino el fruto del trabajo, del esfuerzo y de la competencia. Instalados en un mundo onírico y onánico, los inquilinos de los poderes públicos y sus anexos -banca, organizaciones sindicales y patronales- creen que el sistema aguantará la tempestad sin llegar al naufragio, que algunos pequeños ajustes salvarán la nave y que atravesaremos la tormenta sin grandes daños. No pueden estar más equivocados. El sueño de Europa se ha convertido en una pesadilla y por el desagüe del descrédito se han marchado asuntos como el proyecto de Constitución europea, la quiebra de estados soberanos, la fortaleza del euro o el libre tránsito de ciudadanos y mercancías. El escatológico espectáculo de un dirigente del FMI persiguiendo desnudo a camareras de hotel o un presidente de la República de Italia organizando fiestorros subidos de tono no tienen relevancia alguna en desacreditar a quienes ya no cuentan con casi ningún crédito entre los ciudadanos.

A pesar de todos ellos, si comparamos nuestras sociedades del bienestar basadas en economías de mercado con otras más o menos cercanas es fácil deducir que seguimos teniendo mucha suerte. Somos, en términos generales, gente acomodada que está pasando momentos difíciles. Gente que está muy lejos de la miseria y el subdesarrollo cultural y económico de otros pueblos. Algo de bueno tendrá esta forma de organización social que ha podido sobrevivir a la incompetencia generalizada de sus gestores públicos.

Hoy, domingo de elecciones, tendremos nuevas caras que pronto serán viejas. Cambiarán algunos nombres, pero permanecen los viejos problemas. Centenares de corporaciones locales han guardado bajo las alfombras el pavoroso agujero económico que van a heredar los primos que aterricen ahora. Miles de funcionarios se encogerán de hombros porque “unos que vienen, otros que se van, pero la vida sigue igual”. Suma y sigue. La fiesta de la democracia terminará con los confetis de las vallas y banderolas flotando en el silencio de la madrugada, con la modorra de miles de ciudadanos que se levantarán para encontrarse con un lunes que les devolverá todas las angustias que tenía el viernes.

Y en pocas semanas comenzaremos a hablar de las nuevas elecciones generales. Cualquier cosa, cualquiera, antes de enfrentarnos de verdad a nuestros problemas. Vuelva usted mañana, como decía Larra. Vuelva usted mañana que hoy estamos agotados de tanto trabajar para poner el culo en la poltrona. Ojalá el 15-M no sea un fenómeno efímero, la espuma de una ola que se lleve el viento del tiempo. Porque, aunque aún no sé lo que proponen, sí que sé lo que denuncian. Y esta gente no ha hecho más que poner en la calle la decepción que muchos ciudadanos llevan desde hace tiempo en sus corazones.

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