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LA MARESÍA > POR CÁNDIDA CARBALLO

Venezuela

   

María Rosa Alonso y Gilberto Alemán tenían, además de todo lo que se ha dicho de ellos estos días de luto, su rebeldía y su militancia democrática, un exilio común. Ambos acabaron viviendo en Venezuela para huir de los fantasmas de la dictadura. Para ellos, Caracas o Mérida fueron su refugio, un lugar alimenticio y relativamente asumible. Sus espíritus libres lograron encontrar en el país de Simón Bolívar, perdón, de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, un resquicio para seguir adelante y huir de la sinrazón en la que estaba sumergida la España de la posguerra.

Entre ellos y yo hay décadas, muchas décadas. En el fondo creo que, aunque ninguno lo haya confesado, la desazón fue la misma. Yo nací en la Maternidad Concepción Palacios de Caracas allá por 1958, pero mis padres me depositaron en brazos de mi abuela materna en el Puerto de la Cruz, cuando apenas contaba cuatro meses de edad. La Venezuela de entonces tenía toda la fuerza de país en desarrollo y muchas carencias democráticas. Allí, el motor económico eran los canarios, los gallegos, los italianos y los portugueses. Los emigrantes dejaron mucho en tierras del Libertador. María Rosa y Gilberto eran hijos del republicanismo derrotado y, aunque no fueron emigrantes sin formación y al uso, sí que eran pensadores en busca de pan. El miedo a la represión es común a la mujer rebelde y al hombre inconformista. Del resto de sus coincidencias o desencuentros apenas sé nada. Eran distintos y singulares.

Gracias a esta profesión con la que aún me gano la vida, tuve la infinita suerte de conversar con los dos. Por mis querencias, más con María Rosa que con Gilberto. Hoy no quiero hacer un obituario al uso. Me propongo describir mis sensaciones cuando descubrí toda la belleza que encierra el país que me vio nacer y que antes y hoy sigue a la deriva. Yo imagino a María Rosa, con el pensamiento puesto en Andrés Bello dando clase en la Universidad de Mérida, y también a Gilberto ejerciendo con sigilo el periodismo en Caracas, con el alma en vilo y el pensamiento puesto en Canarias. Esa era la realidad de los disidentes que dejaron las Islas. Si eras arisco con el régimen, no había otra fórmula para sobrevivir. Si querías regresar había que ser sigiloso, invisible o sumiso.

Ellos asumieron su castigo, como muchos otros. Sin embargo, estoy completamente convencida de que a ellos las primeras impresiones de Venezuela les dejaron huella. Caracas era entonces, y aún sigue siéndolo, una ciudad grande y desordenada, donde la miseria espera en cada esquina y donde la habilidad hace que la gente, de buena y mala fe, se busque la vida en cualquier lugar. También es una ciudad fascinante, precisamente por sus contrastes, en la que la cultura se esconde en los rincones más insospechados y donde la alegría puede salir del rincón más humilde.

Pero en la retina de una niña de doce años se quedó impregnada toda la belleza que esconde, un poco más allá, tras las avenidas caóticas y las calles sucias, la fuerza de la naturaleza del trópico caribeño. Todas las tonalidades de verde y de ocres infinitos inundaron mis ojos. Eso me enriqueció y, seguramente, también enriqueció, pese a todas las miserias, a María Rosa y a Gilberto.