Caminito del mes van ya las acampadas por toda España de los conocidos como indignados, incluida la de la plaza de la Candelaria, donde amanece cada mañana el campo de setas de las tiendas y las pancartas, y se despereza esa pequeña aldea autoconstruida y autogestionada con vistas a nuevo día de expresión del descontento.
Por su propia espontaneidad, cuando se iniciaron las acampadas no había respuesta para una pregunta esencial: ¿y ahora, qué? ¿A dónde va el 15-M? En Madrid empieza a dispersarse hacia los barrios, en un inteligente giro hacia acciones más focalizadas en el espacio. Sin embargo, a través del Twitter de un buen amigo afincado en la capital me entero de que la asamblea de su barrio dedicó un largo debate a reflexionar sobre cuál era el nombre del propio barrio. Discutiendo semejantes chuminadas no sé bien a dónde quiere llegar el movimiento.
Tengo la impresión de que el 15-M ha entrado en una fase de introspección, o directamente de ombliguismo, en la que disfruta hablando de sí mismo y de cómo organizarse, más que trazando un plan de acción para ejecutarlo de forma ordenada y sostenida en el tiempo.
La energía del 15-M no debe ser desperdiciada ni olvidada, ni contemplada como una pataleta que nos permitió desahogarnos un ratito. La indignación persiste porque las circunstancias que la produjeron no han variado.
La acampada no puede ser indefinida, pero con una adecuada canalización del sentimiento de rabia ciudadana que le dio origen podemos recordar a la clase política (que estos días estrena sus juguetes nuevos) por qué estamos tan cabreados, y qué hacer para que dejemos de estarlo.