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El vanidoso

   

Hace poco Joseph Stiglitz publicó un artículo en Vanity Fair que ha dado que hablar en los medios internacionales: en Estados Unidos el 1% más rico gobierna para ellos mismos y a los demás que les den, generando una dinámica de desigualdad social creciente, salvo que, por supuesto, las personas “desinteresadas” (el término “persona desinteresada” es una contradictio in adjecto) hablen y actúen en nombre de los desfavorecidos.

Los comunistas que quedan en el mundo experimentaron un subidón y los espíritus justicieros sintieron su pecho cómo se inflaba de emoción; la derecha despotricó reduciendo a tontería izquierdosa los argumentos de Stiglitz, y dale que te pego la misma historia que viene una y otra vez repitiéndose desde el antiguo imperio romano (la última vez que estuvimos allá, no había cambiado nada).
¡Si fuese tan sencillo! Cierto es que un papel lo aguanta todo y cierto es que sensatez y sabiduría se mezclan con la tontería fácilmente y no hay filtro que lo aguante.

La tendencia a la mediocridad, al statu quo, a perpetuarse, es una fuerza que choca con su opuesta al cambio (que no son asimilables a la derecha y la izquierda ideológicas, pues ambas tienen el mismo valor ideológico que una Big-Mac). Y la quietud es tan positiva como el oxigenado natural necesario en los espacios sin ventilación. Todo ser normal desea pasar sus conocimientos y activos a su heredero hijo/protegido/amante/loquesea -inepto o no- para que no comience de cero, sean propiedades o algo tan simple pero potente como un apellido y amistades/contactos clave.

Eso no lo parará nunca nadie, en ninguna clase de sociedad, sea del color que sea, de derecha, izquierda o ambidiestra, pues es natural (y sin quererlo es donde se inicia la semilla de la mediocridad, esa hermana putativa del elitismo). Por eso, el que lo diga alguien galardonado con el premio Nobel no lo hace más cierto ni menos ingenuo, y es como si Einstein hiciese una proclama en contra de la naturaleza del tiempo y el espacio porque perjudica al cosmos.

La ingenuidad radica en lo siguiente: una cosa es lo que puede intentar hacer ese 1% y otra cosa es que les salgan las cosas como ellos pretendían (que casi nunca pasa; si no, estaríamos gobernados todavía por los Medici o los Rothschild). Y si no pasa no es porque personas -como Stiglitz- se lo impidieron: es porque nadie conoce todos los hechos de entrada ni puede prever la ocurrencia de lo que por definición es imprevisible (un tsunami que provoca una crisis nuclear, un aleteo de mariposa en una luna de Urano….), y guste o no las condiciones en las que se presentará el futuro son demasiado abiertas (¿por qué los intelectuales la pifian tanto en esto?). La razón, la comprensión de algunas cosas, el cálculo de probabilidades, tiene límites. La sociedad no es un plan, el universo no es un algoritmo.

La otra razón que hace a ese 1% bastante más complicado ejercer su supuesto control sobre el mundo es porque hay una competencia impresionante; hay otros que quieren entrar en ese 1% y explotará las debilidades de quien lo obstaculiza: su tender a la complacencia, la progresiva rigidez, alejamiento de la realidad y caída de coeficiente intelectual grupal por endogamia. Si por cualquier circunstancia extraordinaria desapareciese el 1% de golpe, éste será sustituido por otro 1% que antes no lo era. Y que ese nuevo 1% abogará por algunos intereses comunes tan comunes y típicos como los más rancios de la antigua élite de la corona de Castilla o el sultanato de Granada. Tal como se vio en la Unión Soviética, como se ve en Cuba, Chile o Irán. Cada uno a lo suyo. Lo demás son tonterías. Palabras bonitas de preocupación por un pueblo que en realidad no interesa un pepino, más que como medio para ganar puestos y acercarse a ese 1% de ilustres intelectuales. Pura vanidad.