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POR JUAN BOSCO >

Los riesgos que corre un ‘indignado’

   

A la calle, bien. Pero ¿por qué? Comenzamos a llenar las plazas y a alzar la voz cuando no hace mucho descubrimos, de pronto, que teníamos los bolsillos rotos, que nos habíamos convertido en rehenes de la banca, que estábamos en paro y sumidos en la incertidumbre; y todo por obra y gracia del monstruo del sistema.

Pero ¿qué es el sistema sino el reflejo de lo que hemos llegado a ser? ¿Ahora nos indignamos? Claro, más vale tarde que nunca, pero ¿ahora? Julio Anguita, en aquellos tumultuosos años de la vida pública española, con un presidente González atrincherado en el poder, denunciaba en el Parlamento a voz en grito la responsabilidad del gobierno en los desmanes que habían convertido al Estado en una cloaca, y lo hizo con una acusación clara: la omisión consciente.

Hemos tenido diez años de bonanza económica. En ese periodo de tiempo, y antes, ocurría exactamente lo mismo que ahora andamos denunciando en la calle y en las redes sociales. ¿Cómo es que no nos indignamos entonces y ahora nos va la vida en ello? Algo me dice que esta nueva revolución, aunque necesaria y legítima, llega con cojera. Denunciamos a la clase política, a los partidos, al sistema; los acusamos de ser responsables de esta terrible situación de crisis, pero lo estamos haciendo porque nuestro bolsillo y nuestra forma de vivir han sido los grandes perjudicados. Dicho de otra manera, hemos reaccionado porque nos han tocado nuestro patiecito privado, como si esta locura de mundo no llevara décadas devorándonos.

En las asambleas, en los comunicados que en estas semanas han invadido felizmente todo el espacio público, hay una oscura nube de ensimismamiento que, de proliferar, se convertirá antes o después, si algo no lo remedia, en un riesgo grave que puede desbaratar toda intención de cambio. Ensimismamiento, porque lloramos por nuestras cositas y culpamos del desastre al que está arriba, como si se hubiera puesto solo tan alto. ¿Acaso no los elige la mayoría? ¿No son, pues, esa mayoría y el que deja hacer apartándose corresponsables de cuanto sucede? Pero es fácil asumir el papel de víctima, porque conduce a otro riesgo que nos pone en evidencia: culpamos a los poderosos, pataleamos, nos declaramos ajenos al sistema, ¿y luego ideamos una receta de cambios para que esos mismos poderosos las lleven a la práctica? ¿Pero en qué quedamos? ¿Qué sentido tiene no votar, declararse antisistema, denunciar los excesos políticos e identificar a los culpables si lo único que vamos a hacer es decirles “así no; háganlo de esta otra forma”? ¿No es una manera ésa de seguir alimentando al monstruo?

En La democracia de los atenienses, Aristóteles explica cómo en la antigua Grecia cada ciudadano tenía la responsabilidad de desempeñar una función pública al menos una vez en la vida, es decir, se asumía que lo público es cosa de todos.
Pero nosotros delegamos hace tiempo; generamos una especie de ente al que nos referimos en tercera persona como si no tuviéramos que ver con él, y decimos “el gobierno” para referirnos al culpable; “el gobierno” para acusar; “el gobierno” para descargar nuestra ira… ¿y “el gobierno” para que lo arregle todo? Algo falla. Tal vez sea la triste tendencia de ser vasallo, de que sea otro el que “lo haga por mí”, que me canso, que no me gusta, que no lo entiendo, que no va conmigo, que no me da la gana.

¿De qué nos quejamos entonces? Los gobiernos son elegidos por los ciudadanos cada cuatro años: ¿la culpa de todo es de los gobiernos, de la banca, de las fuerzas ocultas? ¿Y cada uno de nosotros? ¿De qué somos responsables en esta pelea de acusaciones?

Así que, ¿qué tiene que cambiar? ¿Sirve de algo cambiar las estructuras o hacer unos retoques al juguete para que no nos perjudique tanto?

Las revoluciones fracasan porque las personas no cambian, y no lo hacen porque no quieren, y no quieren porque les cuesta trabajo hacerlo, y cuesta trabajo porque, tal vez, el nivel de renuncia es tan alto que no estamos dispuestos a mover ni un ápice nuestros hábitos de vida. Por eso hemos reaccionado, porque nuestros hábitos de vida se han visto alterados por causa del monstruo y su crisis.

O cambiamos nosotros, o todo habrá sido una época dorada en la que, simplemente, nos maquillamos de otro modo. Y ese cambio debe empezar en lo cotidiano, en lo más próximo, en lo más sencillo y común. Es necesario mirar a la vida y que esa visión sea el punto de partida que nos alumbre para imaginar un mundo nuevo.

Sólo entonces saldremos a la calle de verdad, porque nuestras pancartas y nuestro grito estarán cargados de esperanza, una esperanza humana, genuina, que nos ayudará a ver más allá; será entonces cuando el bolsillo sea algo circunstancial, porque pelearemos primero por la vida, y eso implica también nuestro bolsillo, sí, pero implica, sobre todo, atender, por fin, al ser humano que sufre, que pasa hambre, que muere; implica superar la desigualdad, erradicar la mentira, la corrupción; implica la recuperación y conservación del medio natural, la dignidad, la libertad que sólo es posible cuando uno se asume a sí mismo y pelea… Lo implica todo.

Esto también entraña riesgo, pero quizás el único riesgo con sentido, y me parece que vale la pena asumirlo. Yo estoy dispuesto. ¿Quién se apunta?

Adelante.