Querido hijo, te escribo para razonarte lo que tu inquisidor e interrogante monólogo no me permite verbalmente contestarte. Está en mi sentido del deber intentar entender, siempre por buena, cualquier actitud que mantengas. Que lo acepte, no quiere decir que lo celebre. Lo que opinas sobre mí ya lo conozco. A veces espero que la atención de tus intereses materiales no sea el único motivo por el que me reclames. Éstos son, al parecer, los que impulsan tus contactos prioritarios. Aguardaré otro momento, dado tu escaso interés por mis palabras. Son procesos; etapas. Observo con atención todos tus silencios y trato de sacarles partido en el trabajo de mejorar mi tolerancia. Que seas el instrumento para ello me da oportunidad de agradecértelo. El precio que la vida tiene para mí es, cada vez más, esa interminable tarea de transformación a la que dedico mis esfuerzos. Nunca conocemos toda la verdad y por eso somos inexactos. Se que los juicios de valor que elaboramos sobre lo que nos acontece son tantos y tan variados como seres existimos en el universo. Nuestras conclusiones son todas ellas subjetivas. Naturalmente, yo no me escapo a esa visión parcial e incompleta de la realidad que nos circunda. Solo que, esa condición de observador con aparente responsabilidad en tu progreso, me obliga a jugar el papel que corresponde, como si realmente de mí dependiera y no del destino, lo que ha de ser de tu persona. También me exige, además, respetar las reglas del juego que conlleva mi papel; es decir: ser padre. Tal condición implica, entre otras obligaciones, convertirme en blanco de las iras; receptor de culpabilidades; diana de imperfecciones. Y así me he de seguir mostrando para que el teatro continúe. Seguiré ocupando el banquillo de acusados. A tí te corresponde la otra parte del rol: distinguir al actor del personaje. Cuanto antes comprendas el juego más pronto contribuirás a resolverlo; más aplacarás los nervios del estreno. Lo que no se nos permite es cambiar el guión. Así es el drama; la comedia de la vida. La meta es interpretar la obra y recrearla; con vocación y talento. Con amor, empeño, y comprensión. Yo solo lo intento. Por eso aprecio tanto la enseñanza de El Profeta. Gibrán Jalil Gibrán me lo recuerda en cada una de sus perlas: “La vida no retrocede ni se detiene en el ayer. Vuestros hijos no son vuestros hijos. Y aunque estén a vuestro lado no os pertenecen. Sois el arco desde el que vuestros hijos son disparados como flechas vivientes hacia lo lejos. Dejad que vuestra tensión en manos del arquero se moldee alegremente. Porque así como Él ama la flecha que vuela, así ama también el arco que se tensa”.
Con amor, por siempre.
Tu padre.
*Enviado desde La India