Poco ha más de un mes, tal vez de forma premonitoria, hablábamos de la desgracia y el infortunio sin fin que sufre el pueblo de Somalia. La ruleta del hambre vuelve a girar en el Cuerno de África; deteniéndose esta vez en el casino somalí. Reincidente escenario del caos institucional. Los actores también se vuelven a repetir. Un infausto reparto que bajo el argumento del hambre, aúna clanes cuyas insalvables diferencias se pierden siglos atrás en el retrovisor del tiempo; sociedades costeras que han revivido el añejo oficio del pillaje en la mar, y que en palabras de Le Bris se alzarían cual República de los pordioseros, con el incomprensible beneplácito de poseer contactos en la city londinense; señores de la guerra que se apoderaban de la ayuda alimenticia; y como colofón, la mesiánica aparición de las Cortes islámicas. Teocracia, que en el más puro estilo Loya Jirga que sumió a Afganistán en la Edad Media, se autoproclaman como el gobierno legítimo de un pueblo que ya no tiene ni para comer. Un grupo de iluminados que bajo una trastornada interpretación del Islam, incluso osan entorpecer los quehaceres de las pocas ONG que aún quedan en el rincón más olvidado del mundo. Esquina, que ni siquiera ya en nuestras conciencias mora. El panorama es desolador. Las decenas de miles de desplazados y refugiados se apelotonan en la frontera con Kenya; las imágenes de los niños con el vientre hinchado son la preñez de la desesperación; el recuerdo del botulismo; y la mirada perdida de pequeñas almas que recogen los gritos del silencio bajo el costillar al pellejo. Agonizar que solo es calmado por el reseco pecho de una madre del que apenas ya brota una esperanza. Cuadro que nos muestran los telediarios; las barras de los bares y sus conversaciones de cátedra; y poco más, que es la hora de comer, y estamos de vacaciones en este horror de mundo que hemos diseñado. Desconectado desde hace años del facebook internacional, este enfermo que es Somalia no le importa a casi nadie. Algunos analistas, con los que comparto tesis, empiezan a citar similitudes con Afganistán. País que, a pesar de las patrañas que nos vendan Bush, Obama, y Zapatero y sus ministrillas, rara vez será una democracia. Al menos entendible bajo las impertinentes nociones que manejamos en occidente para tal concepto. Afganistán es el corazón de Asia. Cerradura clave para la estabilidad de esas dos bombas de relojería que son Irán y Pakistán. Los campos de adormideras afganas sacian con su heroína el mono del Primer Mundo; moviendo tal comercio tantos intereses, que con independencia de quien gobierne en Kabul hay que mantenerlo abierto. Somalia no vale tanto. Más allá de que posiblemente esconda el último gran filón petrolífero africano aún por explotar, lo cierto es que también tiene su droga: el qat. Hoja de mascar que todavía no es tan popular en occidente como si lo es la heroína. Somalia se muere de hambre, y nosotros nos enteramos en la sobremesa con el telediario. Somalia es la prueba fehaciente de otro fracaso más del género humano; pero que a nadie le sorprenda, que en algún momento el qat y el descontrol gubernamental somalí, sean el nuevo filón que el narcotráfico internacional aproveche; y entonces, ¡sólo entonces!, la comunidad internacional hablará de democracia y de la necesidad de instaurar el orden en el país. Tal vez el lobby que mueve el mundo necesita un Afganistán y una Somalia: perennes estados fallidos precisos para justificar el gasto de lo injustificable, bajo la vil promesa de instaurar el progreso. Hambre, heroína, y tal vez pronto qat.
* Centro de estudios africanos de la ULL / cuadernosdeafrica@gmail.com