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POR SALVADOR GARCÍA LLANOS >

Insolencia televisiva

   

Ahora les ha dado por hacer el cómico, hasta reírse de sí mismos. No les bastaba abusar de la palabra, decir barbaridades, no respetar el turno, hablar todos a la vez, descalificar, gritar, gesticular, señalar, difamar, amenazar, insultar, mentir…, no. Ahora se ponen en pie, intercambian carantoñas, cantan, bailan, gritan, lucen modelito, juegan, corean, insinúan, comen, se atragantan, lloran, fingen, reprochan, acusan, abandonan el plató, amagan con desvestirse… Algunos programas televisivos del género reality -¡vaya género!-, han degenerado hasta extremos de auténtica insolencia al telespectador. Y para colmo, son redifundidos. Los contertulios habituales han olvidado las reglas más elementales del periodismo y la comunicación, mejor dicho, las del sentido común que debe inspirar el comportamiento ante el público, las del diálogo cívico y mínimamente educado. Han hecho caso omiso del respeto. Y como hacerlo sentado debía resultar muy aburrido e igual la audiencia -maldita audiencia- se apresuraba a cambiar, pues ¡hala!, a mantener su interés mediante reclamos y comportamientos payasescos. Los realizadores y directores de los programas se han olvidado de que por ahí entró en barrena aquel espacio estelar del late night que rompió moldes y consagró a Xavier Sardá, Crónicas marcianas. Terminó tan quemado el presentador -extraordinario comunicador, desde luego- que en sus incursiones posteriores jamás alcanzó aquel nivel. En consecuencia, los programas -cada vez más merecedores de esa denominación: telebasura- se van desgranando como si de un incesante carrusel de mofa y befa se tratara. La fórmula, bien exprimida, está agotándose. Ya no hace gracia, ya no hay chispa. Flota una clara sensación de gran mentira. Y se asiste, a menudo, a auténticos montajes. Comoquiera que a los mismos se prestan personas de toda laya y condición que, pagadas o sin pagar, no tienen inconveniente ni reparo en airear sus intimidades, sus vicios, sus debilidades, sus frustraciones, sus relaciones y sus devaneos, de poco hay que lamentarse. Y menos ahora, cuando es moda pasear por el plató, marcarse una pieza de baile, cantar -bueno, malcantar-, arrodillarse, elevar la voz, señalar con el dedo, llorar, gemir, echarse al suelo…, hacer algo, lo que sea, en fin, para dar vida a la mediocridad. A mayor abundamiento, hay que soportar que colaboradores e invitados habituales que airean sin reservas y critican lo que pueda ocurrir a personajes públicos, luego se molestan y se rebelan cuando les toca, cuando son ellos los protagonistas. Esa parte de la farándula española que se exhibe sin vergüenza en cadenas televisivas parece el monstruo que, alimentado a conveniencia, está devorándose a sí mismo después de haber degradado al medio en buena medida. Si ya los contenidos eran discutibles y apenas concentraban interés, ahora que los invitados y contertulios habituales interpretan y hacen lo que los niños en el colegio o los chicos en el instituto o los inadaptados, maleducados y reventadores en reuniones vecinales o comunitarias, cabe confiar en que alguien alumbre alguna idea para superar esta moda y dignificar los productos televisivos. Hay quien alberga la esperanza de que habrá un punto de inflexión o todo acabará cuando se produzca alguna agresión física entre los intervinientes supuestamente acalorados. Porque tanta payasada repetida, desde luego, es como para reivindicar seriedad, compostura y desenfado del bueno. Que lo hay: aunque no “venda”.