La chica que se solazaba cerca de mí en la playa le comentaba a su compañera que Raúl la tenía hasta el mismísimo moño. La cuestión que deduje por lo que oí es que su novio la había dejado pero, como un acto misterioso del Libro de las maravillas, el tal Raúl ahora la llamaba a su móvil más que nunca y le remitía SMSs a su cuenta que antes no se dignara. “Que se aclare”, le dijo la otra. Y no hacía falta. “Control”, dijo ella. Él ya había cumplido y necesitaba el impúdico control por el previsible acceso de otro a la joven.
La desfachatez del sujeto en cuestión la explicaba la muchacha con soltura. Y le reveló otra cosa a su amiga, a la par de común y dolorosa. A casi todos nos ha ocurrido alguna vez. Recuerdo el asunto al final de mi adolescencia, cuando el amor eterno de fulanita de tal acabó y el tuya para siempre se convirtió en un “no me toques” atroz. Pero lo más sorprendente de aquella experiencia vital fue lo que me recordó el relato de mi vecina de la playa: la negación del acceso al cuerpo que fue tuyo vino acompañada por una devolución inexcusable: las fotos, las imágenes que se compartieron. Recuerdo que cuando aquella antigua amiga me devolvió mis fotos, aquellas que acarició con pasión, yo me preguntaba por qué, y cuando me pidió las suyas le repetí lo que en su momento los cubanos cantaron a coro: “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”. Ella me llamó gilipollas, y con razón. ¿Qué no entendía yo ante esa situación, como no entendía mi vecina de la playa? Que cuando el afecto concluye, quien lo controla precisa cerrarlo todo.
La chica le comentaba a su amiga que el tal Raúl quería todas sus fotos. “Todas”, repetía. Y ella le dijo que ya había descargado de su ordenador las instantáneas en las que aparecían juntos, por descontado las de actitud cariñosa, pero que eso para el tal Raúl no era suficiente; quería que borrara de su memoria incluso en las que se encontraran junto a los amigos comunes.
Y recuerdo una anécdota del final de mi infancia. Un amigo y yo decidimos organizar una sesión de algo que nos entusiasmaba: las fotos. Su hermana, alborozada, se nos unió. Hicimos revelar el cliché por triplicado y entonces me sorprendió por primera vez en mi vida el efecto que arrastran las fotos: la madre de la chica me hizo devolver, a través de mi amigo, su hermano, las copias en las que la muchacha se encontraba conmigo. Me pregunté en aquella época si aquella señora pensaba que yo iba a organizar alguna ceremonia de magia negra para poseer a su hija o algo así. Y no; ya la poseía. La propiedad de las fotos explica la propiedad de la imagen.
Tiempo después volví sobre aquel suceso, porque precisaba entender la aterradora frase de Borges que dice: “Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”.
Imagen y tiempo. Eso es lo que encierran las fotografías. Y por eso es por lo que son tan fascinantes y tan abominables a la vez, cual sentenció Borges.
Este invento de los hombres tiene una facultad que hubiera vuelto loco al mismísimo Schopenhauer, si hubiera podido entender este fenómeno como hoy lo entendemos. Tiene la facultad de congelar el instante, hacerlo finito, presente, duradero e irrepetible. Las fotos congelan la amargura, la desolación, el dolor pero también la hermosura, la plenitud, la felicidad…; las fotos congelan el tiempo que a los hombres se nos escapa como la arena por entre los dedos de las manos.
Conservo una foto colgada en la pared de mi estudio. Es una foto íntima que sólo a mi me compete. Ante ella siempre me pregunto qué porvenir tendrá cuando yo desaparezca. Porque el común de las fotos sólo tiene sentido por la memoria que se comparte. Representa un día de vendimia de hace muchos años, ese final de setiembre que siempre nos comprometía a la familia. En primer plano estoy yo, a la derecha. Como uvas ante unos canastos de recolección. A la izquierda está mi padre. Mira a la cámara como siempre miraba, con determinación, con franqueza, con prestancia, con alegría. Sabía que aquella instantánea a él lo sucedería y no podía permitirse que quien lo contemplara cuando ya no estuviera en este mundo pudiera interpretar algo distinto a lo que el precisaba mostrar: su intensidad mejor. Mi padre ya no existe; yo existo y contemplo.
Y eso es lo que yo y mi vecina de la playa nos negamos a aceptar: que las fotografías confirman el brutal y radical desequilibrio entre la posesión y la ausencia. Nos negamos a aceptar que ése es el sino de los humanos: que la posesión nos entusiasma y nos condena la desaparición.