CARMELO RIVERO | LIMA
La llegada al poder en Perú del nacionalista Ollanta Humala, que tomó posesión ayer, el mismo día que su país conmemoraba 190 años de la independencia de España, con el Príncipe de Asturias entre los invitados, parecía algo imposible hasta la víspera de las elecciones celebradas en junio. Como en una astracanada, Alan García no se presentó en el Congreso para transferir la banda presidencial a su sucesor, apelando a los nefastos recuerdos de 1990, cuando fue abroncado en la misma ceremonia por dejar el país en la ruina.
La bestia negra de la burguesía peruana moderó su discurso en la última campaña electoral y cambió de caballo, Lula en lugar de Hugo Chávez, para vencer y convencer a sus paisanos de que no pensaba darle la vuelta al país como a un calcetín. “No vengo en son de guerra, sino en son de paz, sin venganza ni rencor”, enfatizó ayer en la recta final de un mensaje ante el Congreso, que, no obstante, levantó ronchas en la bancada fujimorista (la gran derrotada en la segunda vuelta), cuando el nuevo presidente, al jurar el cargo, invocó la Constitución de 1979 en contra de la de 1993, aprobada por Fujimori tras un autogolpe.
Desde que llegué al país, hace una semana, me encontré un Perú exultante por la racha de buenas noticias económicas, culturales y hasta deportivas que le sonríen con viento a favor. Lo primero que sorprende es hallarse en un país latinoamericano que no habla nuestro mismo idioma: aquí no se menciona para nada la palabra austeridad, ni se conjuga el verbo recortar, como si uno estuviera en otro mundo, ése que añora no sólo la Europa estragada por una larga crisis, sino -ironía de la Historia- el gigante del norte, EE.UU., al borde de una suspensión de pagos que resulta esperpéntica. Lo primero que se dijo ayer, tras acceder al poder Humala, es que dispondrá de más dinero que ningún gobierno en la historia de Perú. El de Alan García ha sido eficiente en materia económica (deja unas reservas de 47.000 millones de dólares y se había encontrado con 15.000 millones), si bien demostró una completa ineptitud para afrontar con éxito la exclusión social en uno de los países que más crece en todo el continente. La misma impericia que exhibió en la reconstrucción de Pisco (en Ica) tras el seísmo de agosto de 2007.
Humala (que accede al poder con un descenso de popularidad causado por un extraño viaje de negocios de un hermano suyo a Rusia) se erigió en su mensaje en adalid de los pobres. Citó a Mandela y a Mariátegui (sociólogo y fundador del socialismo peruano), y con tales alforjas (y la de su propio padre, Isaac Humala, el rígido patriarca de una saga de hijos políticos contestatarios, que lo escuchaba con rostro severo entre los invitados en la cámara), juró gobernar para todos, corrigiendo la desigualdad, sin sufrir del soroche (mal de altura) de otros gobiernos, que no se adentraron en la Amazonía, para alumbrar lo que denominó “una patria inclusiva”. En su gobierno figura una mujer que conocen bien los canarios: la cantante e investigadora afroperuana Susana Baca.
La pregunta que todos se hacen es qué Perú tiene en la cabeza Humala, cuyo nombre incaico significa “el guerrero que desde su atalaya todo lo ve”. Miraba repetidas veces al palco donde estaban su esposa y tres hijos de corta edad y juró por ellos acabar con la pobreza. Su triunfo, a priori, ratifica la deriva hacia la izquierda de los últimos comicios de la región, pese a lo cual gozó del respaldo de Vargas Llosa ante el riesgo de recaer en las redes de Fujimori. Consciente de todas las sospechas que lo marcan, se cuidó de no hacer un discurso radical. Abrazó la economía de mercado (“abierta al mundo”) y los tratados de libre comercio (los telecés) con los que se ha comprometido su país, y puso el acento en lo que más sintoniza con la gente: subirá el salario mínimo de 600 a 750 soles (el euro se cambiaba ayer por 3,71 soles). Adecuará el gas de consumo interno, prevendrá la obesidad, dará desayuno y almuerzo en todas las escuelas, mejorará el sueldo a policías y militares, perseguirá sin contemplaciones a violadores, maltratadores, narcotraficantes y corruptos, y dirigirá personalmente un Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana. Quizá la única concesión a su genética política fue la defensa que hizo de la integración de Perú en un panamericanismo propio de Bolívar y San Martín (el emancipador del país). Lanzó una idea que permite toda clase de conjeturas: asignar “trabajos físicos” a los penados por graves delitos. Fujimori cumple 25 años de prisión por crímenes de Estado. Pero su hermano Antauro, también, por asaltar la comisaría de Andahuaylas.
Todos los analistas daban por seguro que el exmilitar tildado de extremista (él mismo y Antauro se sublevaron contra Fujimori, en los estertores del régimen cuando el artero asesor presidencial Montesinos huía en un velero) jamás se sentaría en el despacho presidencial del Palacio de Gobierno y se estrellaría contra la muralla de líderes centristas, ante el temor de la mayoría de los peruanos de que con él se instalara en Lima el chavismo en estado puro. Pero la predestinación al fracaso del látigo del fujimorismo experimentó un giro de 180 grados cuando la pléyade de favoritos moderados cayó víctima de una división suicida que dispersó el voto, y en la segunda vuelta quedaron, cara a cara, nada menos que la hija de Fujimori, la envolvente Keiko, y el coco Humala. El 5 de junio, el peruano eligió al militar para que pusiera orden en una nación boyante económicamente, pero castigada por una miseria andina lacerante en la selva y la sierra y por una inseguridad ciudadana que ha transformado en pillaje la violencia terrorista heredada de los años 80 y 90. Humala, al revés que su pasado, se convierte así en la esperanza de 30 millones de peruanos (3 de ellos emigrantes), a los que ofreció crear una compañía aérea de bandera y más aeropuertos. Perú, un país en estado de gracia, que marca goles en la Copa América, recibe el Nobel de Literatura y celebra cien años del hallazgo del Machu Pichu, salta ahora sobre sus propios fantasmas y, como a Lula, le da la oportunidad al político que el sistema no quería.