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Por Rafael Alonso Solís >

Principios

   

La sangre envenenada del dogma se ha mezclado con el recuelo sabático en el que se cuece la necedad. Hace tiempo que la especie elegida, ese puñado de animales con cerebro grande, capaces de hacer poesía, describir la forma de la nada y escenificar grandes batallas con realismo, ha perdido la capacidad de dialogar y la ha sustituido por el enfrentamiento entre principios. En España, tierra en la que han convivido el sol y las tormentas, los cuernos y la mantilla, la mística y la pandereta, hubo una vez ciertos principios que había que jurar hasta para regir una casa de putas. En el ruedo de los principios, lo que predomina es un pugilato de ganchos ideológicos, donde la capacidad de encaje ha sustituido al juego de piernas y al giro de cintura. El resultado es que la respuesta a la afirmación de un principio no es otra cosa que la contundencia de su opuesto, pero sin posibilidad alguna de que se complementen, ya que el objeto de la pelea es la destrucción del contrario y su retirada en camilla. La guerra de los principios ha generado la mayor diferencia social de la historia de la humanidad, donde los poblados construidos sobre toneladas de basura y las hambrunas coexisten con el lujo de la gente guapísima y los beneficios de los banqueros.

En Europa y en América del Norte la extrema derecha amenaza con tener el poder, todo el poder, mientras sus francotiradores seleccionan los blancos, cargan sus rifles y diseñan durante años las operaciones de castigo. No hay diferencias entre las matanzas justificadas en algún versículo del Corán o las que se ejecutan en defensa de la civilización occidental, el blanco de la piel o los designios de Yavé. Dicen los expertos en ganado que, mientras dispongan de millo y cabra, los cabrones no son peligrosos. Lo malo es cuando les faltan. En un mundo en que los principios se están convirtiendo en leyes inviolables y forman parte del credo de cada cual, en el que la intolerancia de un lado convive con el hambre del otro, en el que los machos cabríos se juntan en manadas para defender su territorio y excluir a los visitantes, las perspectivas sugieren una escena final digna del Dante y que podría preceder a la instauración del silencio. La salida solo puede venir si la imagen de los niños del Cuerno de África, con sus cráneos enormes, sus ojos hundidos y sus miembros de palillo, es capaz de hacernos comprender la insoportable levedad de los principios, su inconsistencia y su vacío.