Ojeroso, tristón pero sereno, cariacontecido, deteriorado físicamente, con aspecto cansino, sin esa sonrisa fresca y espontánea de los primeros años y olvidado el talante, aunque formalmente atento y correcto como siempre, el presidente Zapatero compareció el viernes ante los periodistas en el Palacio de la Moncloa como quien cumple un trámite más y se quita un peso de encima. Ya se había filtrado el adelantamiento electoral, ya lo sabían quienes tenían que saberlo -desde el Rey a Rajoy, pasando por los amigos y colaboradores más cercanos del jefe del Gobierno-, pero Zetapé prefirió ceñirse inicialmente al balance económico del primer semestre, con ese aire de optimista patológico que sigue y sigue, impertérrito, despertando falsas ilusiones. Al final entró en materia y habló de los comicios del 20-N, una fecha que no creo haya sido elegida al azar -en asuntos electorales nada se improvisa, al contrario se medita concienzudamente-, sino que representa una carga política y subliminal inevitable. A lo mejor la elección deliberada trata de desmitificar el día en que murieron Franco y José Antonio, pero ya veremos por dónde sale Rubalcaba y si el pretendido triunfo del PP se liga a una efeméride de nostalgias derechosas y dictatoriales o, por el contrario, esa fecha se convierte, como sería deseable, en expresión de normalidad democrática.
Cinco veces había negado el presidente el adelanto electoral en apenas dos meses y en otras tantas ocasiones dejó claro, terminantemente claro, que acabaría la legislatura porque era “lo mejor para España” y “para proyectar certidumbre”, el mismo falso argumento que ahora utiliza para justificar lo que antes combatía. ¿Qué ha pasado para que se haya producido tan radical cambio de opinión? Cinismos seculares aparte, seguramente, y en primerísimo lugar, los intereses del candidato Rubalcaba, quien tras la debacle electoral del 22 de mayo no puede permanecer durante ocho meses expuesto al ojo escrutador de la opinión pública ofreciendo hoy lo que ayer negaba o prometiendo lo que, pudiendo hacerlo, nunca quiso llevar a cabo. Es muy probable por tanto que hayan influido las presiones del candidato y del PSOE, junto a las opiniones de los grandes empresarios, los mercados y la gente de a pie, y que las encuestas hayan hecho el trabajo restante.
Una campaña demasiado larga
Por eso a nadie ha sorprendido el adelanto -de hecho, salvo Cayo Lara, ningún dirigente político se ha declarado contrario-, de ahí la sensación de alivio generalizado ante la necesidad de generar confianza y acabar con este infierno de descrédito gubernamental y personal de Zapatero. Y de ahí también la percepción de que el país se encuentra a las puertas de un cambio que previsiblemente le conducirá a las necesarias reformas políticas, económicas y sociales que Zetapé no ha querido, no ha podido o no ha sabido poner en marcha, entre otras la constitucional, la electoral, la fiscal, la educativa, la administrativa, la judicial y la laboral; reformas que en algunos casos llevarán consigo severos costes para la ciudadanía, además de contundentes respuestas sindicales y sociales y que los dirigentes socialistas no es extraño que no quieran pastorear pese a su imperiosa necesidad.
En medio de la durísima crisis económica y de una paralización política de tomo y lomo, una precampaña electoral de más de cien días -que ha de sumarse a los meses y meses de desgaste que viene sufriendo el Gobierno- es, la verdad, demasiado tiempo para un país tan cargado de angustias y problemas que precisan urgentes soluciones. Lo lógico era que el adelanto electoral se hubiera anunciado en tiempo y forma -hasta el 29 de septiembre tenía tiempo para ello-, a fin de no abrir tan pronto la campaña; aunque mejor habría sido fijar la fecha de los comicios para septiembre o, a más tardar, el primer domingo de octubre, al objeto de minimizar los perniciosos efectos de tantos meses de parálisis. Eso de que Zapatero lo tenía “pensado y madurado desde hace tiempo” es puro invento, más aún cuando tal afirmación la acompaña enfáticamente con la necesidad de defender “los intereses nacionales”, no los de Rubalcaba y su partido.
Si de verdad hubiera querido gobernar hasta marzo, ya se habrían realizado consultas y repartido papeles sobre los Presupuestos de 2012 para que, gane o no Rajoy, el futuro inquilino de La Moncloa pueda contar cuanto antes con unas bases mínimas pactadas para empezar a operar. Pero ha preferido no hacer frente a unas cuentas necesariamente restrictivas, con nuevos recortes que llevan consigo desgaste e impopularidad para el Gobierno, el PSOE y sus hasta ahora aliados incondicionales, PNV y CC. También existen argumentos suficientes para pensar en la disfunción entre el presidente y el candidato, la tan traída y llevada bicefalia, y en que el PSOE ha tratado de quitarse de encima, cuanto antes, a esa rémora en que se ha convertido Zapatero. Puede incluso que, tal y como vienen las cosas, el PSOE tema para el otoño-invierno un estallido social que prefiere que lidie el Partido Popular en lugar de un Gobierno ‘en funciones’, a la vista de las previsiones de paro para el último trimestre, la evolución del euro y la deuda, la prima de riesgo, los proyectos para España de las agencias de calificación y la coyuntura nacional e internacional.
Los ajustes y sus consecuencias
Cuando se anticipa la convocatoria electoral -y es la séptima vez que esto ocurre en democracia- suele ser porque quien puede hacerlo está muy seguro de su victoria o, por el contrario, para evitar males mayores ante una situación adversa que se escapa de las manos. Si Zapatero se ha hecho el haraquiri es porque las actuales circunstancias le superan, o superan su capacidad de gestión y la de su Gobierno. Así viene ocurriendo desde mayo del año pasado, en que Zatapé se cayó del guindo y descubrió que su mundo idílico y de diseño se venía abajo porque la realidad en forma de Unión Europea le imponía unas rectificaciones que no soñaba ni por asomo: adiós al regalo de los 400 euros y al cheque-bebé, rebaja de sueldos para funcionarios y congelación para pensionistas, drástica contención del déficit público y de las ayudas a la dependencia, prolongación de la edad de jubilación… Como había que volver a la ortodoxia económica, el viento se llevó sus propuestas sobre igualdades y derechos sociales por falta de recursos económicos… En estas circunstancias, ¿cómo no iba a abandonarle el electorado progresista? Pero la factura que pagó el PSOE fue durísima y supuso la pérdida de millón y medio de votos en unas elecciones municipales y autonómicas que dejaron al socialismo español hecho unos zorros, ya que perdió el enorme poder municipal y autonómico de que disfrutaba desde 1979.
A esta sangría es obligado sumar la tormenta financiera que no cesa, el incesante crecimiento de la deuda -que ya supera los 625.000 millones de euros-, la persistencia de problemas estructurales en nuestro proceso productivo, un déficit público que supera los 90.000 millones de euros, más la especulación incesante de los mercados, el fracaso de la reforma laboral -que sólo ha servido para abaratar los despidos-, el aumento del paro aunque ahora y hasta septiembre se produzca una ligera caída por razones coyunturales, el descenso en la recaudación de impuestos, la incomprensible contratación de 500.000 nuevos funcionarios en siete años, el permanente declive de la demanda interna, los problemas con la reestructuración de las cajas de ahorro (ahí está la nacionalización de la CAM y las dudas sobre el futuro de algunos grupos) y el sistema financiero en general, los déficit desbocados de las comunidades autónomas y los ayuntamientos, la continuada subida de la prima de riesgo frente al bono alemán, el escasísimo crecimiento del PIB por falta de actividad económica y hasta un absurdo Plan E que dilapidó más de 7.000 millones en obras casi siempre innecesarias… Sólo las exportaciones se salvan de un panorama desolador que obviamente sólo puede gestionar un Gobierno fuerte salido de las urnas. Un Gobierno que recomponga los puentes del entendimiento trazados desde la transición y que voló Zapatero por un sectarismo ideológico y un inexplicable desdén por los consensos que ha impedido los deseables entendimientos entre los dos grandes partidos nacionales en cuestiones de Estado, como sucedió con UCD, con Aznar y con el González.
No digo que Zapatero sea culpable de todos los males del país porque ciertamente no es así, pero sí tiene buena parte de responsabilidad en materia económica, por sus continuas vacilaciones, improvisaciones y reformismo de medio pelo. No se entiende su obsesión enfermiza por negar la crisis, lo que obligó a abordarla con dos años de retraso, ni que en apenas un par de años sus alegrías con el gasto nos llevaran de un modesto superávit del 1,3% a un déficit público superior al 11%. Lo que ha venido después, esos casi cinco millones de parados -de ellos un 46% jóvenes-, el cierre de más de 350.000 empresas, las subidas de impuestos, los recortes sociales, el endeudamiento galopante, el pago anual de más de 30.000 millones de intereses de la deuda, la pérdida de credibilidad del país del Gobierno y de algunas de sus instituciones…, todo, es consecuencia de la mala política económica y, claro que sí, de la influencia internacional vía mercados. Pero otros países han sabido gestionar con reformas diligentes y coraje una coyuntura similar y hoy su PIB crece con seguridad; aquí el Ejecutivo no quiso asumir sus responsabilidades, se quedó a medias con las reformas, pasteleó con unos sindicatos a los que falta sensatez y altura de miras y el resultado, a la vista está.
Un balance y una esperanza
En estas condiciones tan adversas tendrá que gobernar el vencedor de las próximas elecciones. No me imagino, sinceramente, que quien tanto ha contribuido a crear los problemas pueda formar parte de su solución, aunque se llame Rubalcaba. Sería tanto como olvidar su participación en el Gobierno y antes como portavoz parlamentario -por olvidar su etapa en el lamentable y escandaloso fin del felipismo- y personaje de todas las salsas y componendas, con ETA, sin ETA, con faisanes o con otras piezas de caza mayor, que diría el omnipresente Bono. Tengo la impresión de que más que un cara a cara entre personas -Rajoy contra Rubalcaba o viceversa-, que también es deseable que se dé, más aún en televisión, en las elecciones se va a sustanciar principalmente una confrontación entre partidos, un cotejo de políticas y proyectos que sin duda perjudicarán las opciones electorales del candidato socialista. Las redes sociales, el movimiento de los indignados -a los que ya se ve la patita, como al lobo, por algunas de sus cantadas, la última el anuncio de boicot y desplantes durante la próxima visita del Papa- y, en general, la movilización de los electores formarán inevitable compañía en las nuevas formas de hacer campaña que reclama el tiempo presente y que pueden dar mucho de sí.
No ha querido Zapatero, como le pidieron varios periodistas en La Moncloa, realizar un balance somero de su gestión, pero no me resisto a reconocerle su ambiciosa política en materia de derechos civiles y sociales y el afán bienintencionado de poner fin a algunas consecuencias indeseables de la guerra civil; pero lo que ganó por un lado lo perdió por otro ya que con su radicalismo y su retórica destapó viejas heridas, desenterró antiguos problemas territoriales y de cohesión nacional, tiró por los suelos la imagen exterior de España, y dio pie a peligrosas crispaciones sociales y políticas y a enfrentamientos que parecían superados. Su tramposa actuación con la banda terrorista ETA está por ver cómo termina tras la increíble llegada de Bildu, brazo político de los grupos proetarras, a las instituciones vascas y navarras. Se trata de una herencia envenenada para el futuro primer ministro español, en la que Rubalcaba, que es presentado por su propio partido como un apolíneo sin igual, ha jugado un papel de primerísimo rango. A él le queda, no obstante, la honrosa aunque dificilísima tarea de recuperar el prestigio y la credibilidad de un centro y una izquierda socialista hoy desnortada y desunida en buena parte por culpa de Zetapé.
En cuanto a Rajoy, me sigue pareciendo un mal candidato, soso, sin carisma ni gancho electoral, pero probablemente será un buen presidente, de cumplirse las expectativas hoy existentes en todas las encuestas, salvo la cocinada hace unos días por el CIS a mayor gloria del incombustible Rubalcaba. La leyenda que le atribuye cierta vulgaridad y algún pasotismo y vagancia no casa con lo que afirman sus colaboradores, con su espíritu reformista y con la brillantez de algunos de sus discursos. El del mismo viernes pasado me parece una pieza maestra porque difícilmente se puede apostar por ese “necesario cambio político” para “recuperar la confianza”, ni resumir mejor los objetivos de crecimiento económico y creación de empleo que necesita el país, y hacerlo “desde el centro, la moderación, el diálogo, la responsabilidad y la transparencia”, con otras maneras y otro estilo. Pero no conviene engañarse porque las elecciones no van a arreglar nuestros problemas; fijarán, eso sí, un nuevo marco de actuación y, con él, unos programas también nuevos capaces de promover confianza y esperanza. Aunque luego la espada de Damocles de Moody’s nos amenace con nuevas rebajas calificativas y el FMI reclame nuevos recortes para los funcionarios, más subidas de impuestos y una reforma laboral audaz que siga abaratando el coste del despido y flexibilizando el mercado de trabajo.