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Por Carmelo J. Pérez Hernández >

Verano

   

Pues ya está aquí el verano oficial. Mañana, la llegada de agosto marcará el inicio del que, una vez más y mira que somos aburridos, los periodistas llamaremos el principal mes de descanso de los españoles. Y con él, la mayor operación salida del año. Y la mayor operación retorno. Y la Virgen de agosto. Y el periodo con más desplazamientos por carretera…

Pues eso. Todo muy aburrido, insoportablemente leve. También en la vida de la Iglesia hay una especie de efecto agosto que me hace pensar en nuestros templos reproduciendo una estampa similar a la de las típicas y tópicas películas del oeste, sólo que adaptadas al entorno eclesiástico: un altar vacío, poderosamente desolado, ante el que cruza una bola de rastrojos secos impulsada por un tenaz e impertinente viento. Y la música, aquella música…

No tanto, pero casi. Se acabaron la catequesis, las reuniones de grupo, los encuentros de liturgia, las celebraciones del perdón, los horarios normales de misa… No juzgaré yo nada, pero sí apuntaré que en España se acaban demasiadas cosas durante demasiados meses con la excusa del verano.

Y diré también que las actitudes y las prácticas personales se ven dolorosamente afectadas por esta inercia: menos oración, menos lectura de la Palabra de Dios, menos crecimiento personal, menos preocupación por los pobres, menos estudio y meditación sobre la propia fe. Y todo porque es verano. ¡Pero si en el norte ni siquiera hay sol y hasta el cartel de la autopista ha tenido que invocar al dios de la nube clamando piedad!

Ahora más en serio. No vale la pena romper, descuidarse, malograr nuestros avances… ni por el verano ni por excusa alguna, que nos faltarían dedos si empezamos a contar razones que argumentamos para “dejarnos ir”. Nos lo advierte hoy Isaías, con su acostumbrada belleza y rotundidad: “¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta? ¿Y el salario en lo que no da hartura?”

Verano, sí. Claro que sí. Y hasta su operación salida y llegada. Cómo no. Pero vacaciones a Dios y a nuestro interior, pues no. “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?”, se preguntaba el apóstol. Y convencido de que argumentaríamos con excusas muy graves hizo una lista: “la aflicción, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada”. De piedra se quedaría el san Pablo si le contáramos nuestras tristes, pobres, ridículas razones para desentendernos de Dios en estos tiempos. Demasiado hartos estamos, hartos en el sentido llenos a rebosar. Lo tenemos todo, nos hemos acostumbrado a Dios y a su cercanía y por eso flirteamos con la idea de que podemos abrazarlo y desplazarlo según las necesidades del momento. Bien nos vendría pasar hambre de Dios, insisto.

Hambre para valorar ese banquete que con apenas cinco panes y dos peces es capaz de preparar Dios en nuestra vida. Digamos que con tres de nuestras miserias y cuatro o cinco de nuestros desaguisados es capaz Él de organizar nuestra vida de tal forma que nos parecerá un banquete. No merece que le mandemos a Benidorm durante el verano.