Eran ya pasadas las siete de la mañana cuando la escuadrilla o brigada aérea despegó del pequeño aeropuerto militar. Los Halcones del Aire, que así se llamaban, eran seis aviones Douglass A-4 B. Iban a efectuar diferentes maniobras acrobáticas, como looping, toneles rápidos y lentos, y no faltarían las pasadas a baja altura. Seis eran los aviones. El que quedaba en la cola de la formación se llamaba Perro, porque era el que tenía todo el conocimiento gracias a que era el único que llevaba instrumentos modernos, como el radar. Era el que también contestaba a las preguntas, y como un perro lazarillo guiaba a sus compañeros, les daba los rumbos y sincronizaba los movimientos de la escuadrilla. Sus respuestas eran matemáticas y todo lo relacionado con la operación del día, al igual que en otras ocasiones, se encontraban en el último avión llamado Perro. Una vez finalizadas las acrobacias, empezaron a volar a baja altura y en formación por más de media hora. De repente Perro, les advirtió de que se acercaban a una zona montañosa al final de la cual las montañas formaban como una extraña cavidad en forma de paella, en la que se entraba pero era muy difícil salir, salvo que se ganara altura inmediatamente. La repuesta del jefe de la escuadrilla de los Halcones del Aire fue corta y seca: “Sigamos manteniendo rumbo y altura”. Perro empezó a preocuparse porque lo que el veía con sus propios ojos en el radar no podía verlo el resto de compañeros, ya que entraron en un banco de nubes. Perro comenzaba a sudar y a seguir mandando el mismo mensaje. La respuesta siempre fue seguimos con rumbo y altitud actuales. Entonces, Perro se sintió como un perro perdido.
REFLEXIÓN > por Tomás Cano