Las exclamaciones de alarma y las quejas de qué inseguridad y a dónde iremos a parar se las disputaban las voces que sin respiro ni pausa fueron ensartando puñaladas y tiros de casos atroces. La conversación iba y venía sobre la vajilla del té, mientras las porciones de tarta de manzana iban desapareciendo llevadas dulce y delicadamente a la boca. Era una rara mezcla de manjar y crimen de callejón. Escuchaba aunque simulaba estar embebido en el diario. Incluso intenté mantener atado el rabillo del ojo para que no se supieran espiadas pero el muy desobediente se iba tras las damas que hacían tertulia de tarde en un grato café. Y estaban francamente indignadas. Tan indignadas que, cuando sacudían la cabeza para mostrar su enojo o las estremecía el “esto no es tolerable”, se oía el cantar de las piedras preciosas.
Este tipo de señoras, tan compuestas y pizpiretas, me producen cierta picazón en la corteza cerebral pero hasta ese momento les hallaba razón. El punto de partida de su conmoción había sido la violación y muerte de dos chicas francesas en el paraje de un parque turístico de la provincia de Salta. La juventud y el origen europeo de las víctimas añadía vergüenza nacional al horror. Y de ahí se habían convertido en enumeración otros lejanos o cercanos asesinatos, algunos odiosos por ser cometidos delante de niños o con tortura y vejación a personas mayores o matando a chicos por quitarles unas zapatillas de marca. Cuando ya no pude seguirlas fue al momento en que, a coro y con gran beneplácito, coincidieron en que había que instaurar la pena de muerte. “Como en Estados Unidos”, dijo una de ellas.
La batallita de la pena de muerte ya la había dado una de estas diosas emplumadas de la televisión años atrás, cuando le mataron en un atraco a uno de sus servidores. Hubo polémica pero se apagó pronto. Esta idea del ojo por ojo y del que a hierro mata a hierro debe morir suele rondar las cabecitas de los cristianopensantes y de gente que se proclama decente y persona de bien. La pregunta es si estarían dispuestas a ser los verdugos. Si con manos tan limpias le pegarían el tiro de gracia a un delincuente por fiero y malvado que sea.
Que la inseguridad es un flagelo general resulta innegable. Y que la maldad, la facilidad y la violencia gratuita con que se cometen estos hechos de sangre, además de ira e impotencia, crean un estado de psicosis y miedo. Los ojos insomnes de las cámaras de seguridad y la multiplicación de policías y patrullas son remedio casero. Tal como están las cosas, el problema es en sí mismo insoluble. Prácticamente el 100% de los delitos están cometidos por quienes han sido excluidos de todos los beneficios que pregona un sistema que se solaza en el confort y el consumo.
Los condenados a la necesidad perpetua y extrema, especialmente los más jóvenes, al final quieren exactamente lo mismo. Y para eso adoptan otros códigos y buscan atajos más cortos. Bien miradas las cosas, una sociedad que permite tanta desigualdad y la falta absoluta de oportunidades es la autora intelectual de sus crímenes. Si no estamos dispuestos a distribuir la riqueza, se entiende que ellos sí estén dispuestos a distribuir su miseria.