DOMINGO CRISTIANO > POR Carmelo J. Pérez Hernández

Ay, ¿quién maneja mi barca?

Múnich, abril de 1983. España, cero puntos. Spain, zero points. L’Espagne, zéro point. Da igual el idioma. Aquel año fuimos el hazmerreír de Eurovisión en todas las lenguas del continente y más allá. La verdad es que nos lo merecíamos. He repasado la melodía y no era mala, sino lo siguiente. Creo que ni la mismísima Remedios Amaya, la artista que perpetró la canción, se hubiera subido por su voluntad a esa barca de timonel desconocido.
No es que se me haya ido la pinza del todo. Es que la lectura del Evangelio de hoy también va de una barca. De una que se adentra en el mar y cuyos ocupantes sienten miedo al levantarse el viento recio que a menudo acompaña a las largas travesías.
Fue entonces cuando aquellos marineros de tierra adentro comenzaron a dudar sobre lo acertado o no de haber salido a la mar y le hicieron un hueco a bordo al miedo. Un hueco inmenso, para que campeara a sus anchas entre ellos.
Miedo por haber embarcado. Terror al ver lo lejos que estaban de la seguridad de la tierra. Espanto por el viento contrario que tenían que soportar.
Desolación ante la visión de un timón huérfano, incapaz de marcar el rumbo en aquellas condiciones por la mala mar y por la inexperiencia de todos ellos.
Así puede ser también la Iglesia, se nos previene hoy. Nadie está vacunado contra el miedo, que es el origen de casi todas las decisiones cobardes, desmesuradas y de las medias tintas.
Nadie queda al margen de añorar el calor de una engañosa hoguera en la segura tierra firme, aunque eso signifique pactar con el poder establecido y olvidar el destino de nuestra travesía. Y, lo peor de todo, nadie tiene asegurado, a pesar de su buena intención, no sucumbir a la tentación de convertirse en timonel del barco, usurpando el puesto al único con derecho a hacerlo, Jesucristo Nuestro Señor.
Son tentaciones de antes y de ahora. De siempre. Es lo que tiene vivir en altamar. Ordinariamente, cuanta más responsabilidad, más tentaciones y más capacidad para perpetrar el desastre. No siempre, pero casi siempre.
No nos equivoquemos. Ni el viento huracanado, ni el terremoto, ni el fuego… No son Dios. Sino la suave brisa que sólo perciben los que se ponen a la escucha, los que buscan el rostro de Dios con sincero corazón, nos advierte hoy la Escritura.
No sucumbamos al error de dirigir y de vivir en esta barca, la Iglesia, con los criterios y los vicios de quienes tienen como único horizonte el cumplimiento de unos objetivos. Nosotros no somos una empresa.
¿Quién maneja nuestra barca?, es la pregunta que nos servirá siempre de acicate en la revisión.
Y lo mismo pasa en nuestro interior. ¿Quién maneja mi barca ahí adentro? Resulta muy fácil ceder el timón de la propia vida a los dioses extraños que fácilmente crecen en nuestro jardín.
“Señor, sálvame”, diremos hoy con Pedro. Y añado yo: sálvanos de aburrirnos de tí y dedicarnos por eso a la Iglesia.