Nadie nos enseñó a crecer. Y así nos fue. Cada uno lo hacía según le venía en gana y no se nos ponía reparos en la forma de hacerlo. Ahora llega el momento en el que hay que empezar a descrecer, a acostumbrarnos a que no sólo no se puede crecer sino que tenemos que disminuir en todo, en gastos, en proyectos de futuro -porque el futuro no va por ahí-, y si pudiéramos hasta en proyectos de pasado.
Es la hora de arrepentirnos de nuestra actitud de nuevos ricos que derrochábamos y derrochábamos. Y ahora alguien nos debería enseñar a descrecer, porque hay que hacerlo de forma sostenible. No se puede continuar con la improvisación como bandera. Habrá que reducir lo que nos conduzca a la ruina y mantener o incluso aumentar lo que nos beneficie. Me explico, tal vez se deba disminuir el gasto, pero no el consumo; tal vez se deban disminuir los presupuestos de las fiestas, pero no erradicarlas de nuestra sociedad; tal vez se debería ahorrar en gastos fúnebres y compartir ataúdes, pero no en muertes.
Hay que aprender a compartir, a usar los servicios públicos sin abusar; a hacer uso de la ley de dependencia, pero no utilizarla para quitarnos de encima nuestras obligaciones; de olvidarnos de subvenciones sin sentido que lo único a que conducen es al autobombo y, en algunos casos, al enriquecimiento injustificado; olvidarnos también de los gastos personales inútiles, y acostumbrarnos a que hay que utilizar los adelantos técnicos y electrónicos con la lógica de su amortización y no con la actitud de los hijos de papá.
Ha llegado el momento de pensar que tal vez no seamos pobres en el sentido estricto, pero sí que somos más pobres que hace algunos años y que posiblemente tengamos que cambiar el caviar por las lentejas; las espumas y marmitakos de la cocina creativa, tan de moda, por nuestro guisos tradicionales y aprender a comer moderadamente, que no hay comida para todos, además de ser más sano; a que si mi vecino necesita una broca es mejor que yo se la preste si dispongo de una y que él me preste su soldador cuando yo lo necesite; a que se puede volver al trueque de muchas cosas: te cambio mis manzanas por tus remiendos (los pantalones pueden remendarse), tus cortes de pelo por mis reparaciones de electrodomésticos (los electrodomésticos pueden repararse), tus clases de inglés por mis cuidados a tus familiares mayores (los mayores pueden ser cuidados), mi alegría por tus penas (las penas son menos penas en compañía), y así tantos y tantos trueques, cambios e incluso obsequios; te obsequio con un paseo por el parque, con una conversación serena, con una sonrisa -¡cuánto nos cuesta sonreír!- o con un: siéntese usted señora.
Estoy seguro de que siendo menos ricos, o más pobres si se quiere, podemos tener con más facilidad la posibilidad estar más cerca de la felicidad o al menos del bienestar personal. No nos olvidemos, la riqueza nos hace más egoístas y la escasez más solidarios. Dispongámonos pues a descrecer de forma sostenible y a crecer, cuando llegue el momento, con más austeridad. Ah, y pensemos si realmente si no será mejor el mendrugo de nuestra casa que el pan blanco condicionado de la ajena (exagerando un poco, por supuesto).
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