Vuelve Benedicto por tierras españolas y yo sigo preguntándome por qué habla de Dios un jefe de estado y qué tendrá Dios que ver con la Iglesia de Roma. Una pintada en una facultad de la Universidad de La Laguna afirmaba: “aquí no aprueba ni Dios, Jesucristo sacó un 4,5”. Probablemente eso es lo que sucedería si la materia en cuestión fuera Religión, porque si hay algo que impregna a toda clase de doctrina religiosa es la escasez de sentido común, por eso son doctrinas. Gandhi consideraba que la sabiduría eterna está al alcance de todo ser humano pero, mientras los grandes profetas anunciaban la unidad entre el Ser y Dios, vino Constantino y narcotizó a los llamados padres de la Iglesia hasta hacerlos caer en la tentación del poder; y así los seguidores, más de Pedro y Pablo que de Jesús, comenzaron a disfrutar de “nombres y apellidos”. ¿Y qué tendrá que ver el Evangelio de Jesús con la Iglesia de Roma, con el Papa y con la multitud de papistas que velan con obsesión para que los principios, a veces aberrantes e incoherentes, de la inquisitorial Congregación para la Doctrina de la Fe no se muevan ni un ápice? ¿Por qué los humanos tenemos la fea costumbre de beber agua embotellada en lugar de acudir a la fuente? Las religiones están pobladas por copistas, personas que copian la experiencia de otros que dicen haberla tenido. No acuden a los textos, no apelan a su conciencia; repiten lo que oyen y consumen preceptos sobre los que no reflexionan. Y todo por la infantil y amenaza del fuego eterno (¿no es Dios Amor?). Los hay que salen del círculo y se van al otro extremo, es decir, no salen en realidad de ningún lado, sino que ejercen de opuesto porque la otra parte los necesita así también y, como tales, los sigue utilizando; y ahí andan, gritando contra la moral de la Iglesia y contra todo lo que les incomoda. Si no les gusta, ¿por qué no se van y ya está? Aunque, claro, en el caso de la Iglesia Católica, mucho hay en juego si se cae el velo de los ojos del pueblo de Dios, que no es de Dios por católico sino que es de Dios por ser pueblo y el mismo Dios a un tiempo. “Ay de vosotros, que cerráis a los hombres el Reino; ni entráis vosotros ni dejáis entrar a los demás, guías ciegos”, gritaba Jesús a los escribas y fariseos. Otro gallo hubiera cantado si el malogrado Albino Luciani hubiera vivido un tiempo más de pontificado. En cualquier caso, toda doctrina, puesto que es “materia que debe creerse”, niega la libertad del Ser y por tanto, la unidad de éste, su totalidad, su “ser en Dios” al que se refería Agustín; podría decirse, con todos mis respetos, que toda religión es, por tanto, blasfema. Los ismos, siempre los ismos, que parecen para estropearlo todo, porque, en este caso, nos hacen olvidar que la santidad es una vocación universal; porque ser santo solo es ser genuinamente humanos, es decir, tal cual somos, verdaderamente, y de eso todos somos capaces, como anunciaba Suzuki, el gran maestro Zen. Las religiones, en cambio, pintaron a Dios una gran barba blanca, lo jubilaron y lo mandaron al cielo, separado de la vida. Pues, a pesar de la historia, del Islam, del Cristianismo, del Budismo, del Hinduismo, de los patriarcas, de los rabinos, de los ayatollah y del mismísimo papa de Roma, yo me voy de regreso a la fuente de la que mana el agua fresca de la Vida. Quien me quiera acompañar será bienvenido. Pero, será necesario ser cautos porque “muchos dirán que vienen en su nombre y a muchos engañarán“ (Mt 24, 4-5).