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a vueltas con españa > POR José Luis Gómez

El problema territorial

   

Los presidentes de algunas comunidades del PP hablan ya sin tapujos de devolver competencias al Gobierno central. Por el contrario, en otras autonomías, como País Vasco o Galicia, se habla -al menos desde la oposición- de cómo avanzar en el autogobierno mediante reformas estatutarias. Tampoco faltan en España grupos independentistas en las tres nacionalidades históricas. La conclusión es evidente: el problema territorial sigue estando ahí, con crisis o sin crisis, pero no se aborda con la valentía necesaria; unas veces porque hay crisis económica y otras porque hay presión política. Resultado: persiste la tensión, sobre todo en Euskadi y Cataluña; el Senado sigue sin demostrar su utilidad, la Conferencia de Presidentes no funciona, cada vez está menos claro si debe haber o no diputaciones, y por si fuese poco, parece que sobran ayuntamientos. Peor aún: las autonomías tienen casi todas las competencias microeconómicas y de empleo pero el paro se le atribuye sólo al Gobierno. Una crisis, por contradictorio que parezca, puede ser un buen momento para resolver los problemas territoriales; especialmente si se trata de reducir ciertas administraciones, algo en lo que parece existir consenso. De hecho, en la España de los pactos de La Moncloa, es decir, en una España en crisis, se sentaron las bases del Estado de las autonomías. Y, más recientemente, en Grecia aprovecharon para una reducción drástica del número de ayuntamientos, en pleno rescate financiero. ¿Por qué en España nunca hay valentía para resolver este problema? ¿No sería más fácil que dejase atrás el café para todos de la Transición y asumiera su condición de Estado federal, por lo que vemos ahora bastante asimétrico, como ya aventuró Pasqual Maragall hace años?

Las autonomías fueron ganando competencias hasta desembocar en el actual modelo, que no está lejos del federalismo, aunque tampoco responde a todas las características de este sistema. La institución central y las comunidades, consideradas por separado, funcionan razonablemente bien, pero carecen de los instrumentos constitucionales que permitan funcionar al Estado como conjunto.

El Senado sería la cámara indicada para corregir este problema, pero, en lugar de funcionar como un núcleo de representación territorial efectivo, lo hace como un centro de reflexión o enfriamiento de la legislación aprobada por la Cámara baja, y siempre con las de perder cuando no hay acuerdo con el Congreso.

Hoy por hoy no es cámara de primera lectura ni siquiera para los asuntos autonómicos. ¿Para qué sirve entonces?