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MIRADA SOBRE ÁFRICA > POR JUAN CARLOS ACOSTA

Esperanza

   

Cómo enfocar el comentario de hoy sin referirme de forma apocalíptica a lo que ocurre en estos precisos momentos en el Cuerno de África es todo un reto bienintencionado de ánimo y fe en el ser humano. Aún así, estoy dispuesto a intentarlo, porque creo en la bondad de las personas, en su tendencia natural a la comprensión y la compasión, y porque quiero pensar que en el fondo es que no sabemos mucho y que la situación se nos ha escapado de las manos, como demuestra esa caterva de expertos que se ven compelidos a explicar qué es lo que está sucediendo con el estado del bienestar y a quienes se les nota sobremanera que no manejan las claves para interpretar los signos inequívocos de la encrucijada a la que hemos llegado.

Sí, es muy evidente ahora que esas autoridades de la economía, premios Nobel, tecnócratas y popes de las finanzas, a quienes hemos colmado de honores, halagos y riquezas, y que contemplan desde sus cuevas el derrumbe de las estructuras numéricas, utilizadas para justificar ese supuesto progreso que nos ha llevado de nuevo a un punto de salida en la razón de la propia existencia, no saben o no contestan, salvo para repetir una y otra vez como loros las fórmulas manidas del carrete mercantil en el que nos hemos movido durante los últimos decenios.

Prefiero debatir entonces a partir de esa común ignorancia, que al menos nos hace humildes y nos iguala, que de la leyenda del “hombre, un lobo para el hombre”, con el fin de despejar la maldad y los supuestos instintos casi demoniacos de nuestra especie, en otro amago de defensa estéril de nuestra pequeñez. Prefiero orillar entonces la densa capa de los sentimientos perversos que se nos suponen para sobrevolar con los ojos bien abiertos los abismos de los desheredados, de los olvidados, que en estos mismos momentos crepitan en la hoguera de las tierras yermas y, de camino, ofrecernos a nosotros mismos una vía de salida o un efímero consuelo para nuestro bien ganado sentimiento de culpabilidad.

No sabemos nada. Esa es la realidad. Y por eso erramos como lo hacemos, tirando barro contra la pared y mirando hacia otra parte, en tanto que ganamos tiempo para nuestras vidas, sabedores de la fragilidad en la que estamos inmersos, de ese equilibrio crítico del Universo y de una muerte segura que llama a nuestra puerta cada día, una muerte que se produce con extrema facilidad en demasiadas partes de nuestro planeta lleno de montañas, ríos y océanos, y de ignorancia supina.

Mientras el neoliberalismo se precipita por el sumidero de nuestros aquilatados fregaderos, como la mejor versión de una huida suicida que ha servido de abono a las grandes diferencias humanas, a las necesidades y la hambruna, la otra versión, la de la mayor parte de la comunidad terrestre que vive en esas rutas polvorientas, a la luz del aceite y en medio de ninguna parte, se levanta cada día para procurarse el sustento de unas horas, las que transcurren entre el amanecer y la noche, un hilo muy fino con el que no hemos sabido tejer la justicia social y la armonía de nuestra morada esférica.

Si aceptamos que no somos gran cosa, pese a quien le pese, esa certeza nos hará solidarios y nos ayudará a mirar con confianza al vecino, a enterrar las armas y a ofrecer y compartir lo que tenemos con los demás, que son nuestra última y única esperanza para alcanzar una globalización real, la sostenibilidad vital y una herencia creíble y moral para nuestros hijos.