Pertenece a esa rara especie polÃtica que suscita mayor simpatÃa entre los adversarios que entre sus conmilitones; se mueve con propiedad en los lÃmites del conservadurismo carpetovetónico, del patriotismo sonoro y de las posiciones progresistas que defiende desde esa atalaya, digamos, humanÃstica a la que acude con astuto oportunismo. No es nada singular; tiene antecedentes y, en la hora señalada del culazo, aparecerán sucesores con esos modos pasteleros, reciclados por la evolución del paÃs y el cambio, para peor, del lenguaje parlamentario, un estilo de comunicación en franca decadencia, de la que se libran, con indulgencia, media docena de espadas. El manchego José Bono MartÃnez (1950) es al PSOE lo que el madrileño Alberto Ruiz Gallardón (1958) al exultante PP: una excepción visible, pero inocua, que escenifica diferencias, como muestras de democracia interna pero sin riesgo alguno para las causas respectivas. Son, según sus enemigos Ãntimos, lujos partidarios o granos en el trasero y, jamás, lograrán el plácet general para encabezar la candidatura presidencial. Tienen frente a sà a la legión disciplinada de mediocres que fortalece a los partidos y la sospecha permanente que motivan los inteligentes y los distintos. Son tan aparentes, y hasta aparatosos, en sus aciertos y errores y siempre nos sorprenderán con una aseveración o un gesto de megalomanÃa.
La precipitada convocatoria electoral desplazó al desván de las inoportunidades y chorradas un extraño y extravagante discurso de Bono, que, en una deriva impropia de su cargo y de su trayectoria -que no de sus caprichos y ocurrencias-, no condenó el golpe de Estado de 1936 y llamó a la reconciliación a partir de una nueva prueba de generosidad de los vencidos. Otra pasada del señor de Albacete que, tres cuartos de siglo después de un levantamiento contra el orden legal, pide a las vÃctimas que se olviden de sus muertos sin sepultura y a los derrotados la reivindicación de su honor. Con cierto grado de inteligencia, cultura y sentido común, nadie demanda hoy una causa general contra un movimiento faccioso, con trama civil y ejército sublevado. Pero nadie -como recuerda Vicenç Navarro, catedrático de PolÃticas de la Universidad Pompeu Fabra- tiene autoridad moral para proponer una indignidad de ese calibre, ni siquiera en aras de un propósito de convivencia que necesita explicación pública y de confesionario. La salida de este albaceteño, hueco en el fondo y repipi en la forma, quedará en el anecdotario y, si prima la coherencia sobre los servicios prestados, próximamente descansará de su larga dedicación polÃtica; él y nosotros nos lo merecemos.