La geografía africana está seguramente salpicada de muchos héroes anónimos que murieron por defender la dignidad propia y la de sus comunidades sin que ese sacrificio último haya sido consignado en ninguna crónica olvidada de cualquier periódico de provincias. A ello ha contribuido la sordidez en la que se han movido los regímenes impuestos en la mayoría de los países artificiales desde su colonización, la nula valoración de la vida del nativo, cuyo germen procede de la esclavitud, y la corrupción instalada hasta nuestros días como señas de identidad de los poderes tanto políticos como económicos que definieron esta centuria de sombras del continente cercano.
Solo, por poner un ejemplo, el pueblo ogoni de Nigeria lleva medio siglo luchando contra la contaminación salvaje que petroleras europeas, como la holandesa Shell, pero también la francesa Total o la italiana Agip, han causado en sus territorios del delta del Níger, algo que Naciones Unidas volvió a denunciar hace escasamente una semana, y que supone la toxicidad de sus aguas unas mil veces por encima de los niveles permitidos, de tal forma que, según constata una investigación del organismo multilateral, unos 2.100 millones de litros de crudo anegan sus orillas, un desastre ecológico de proporciones gigantescas, equivalente al naufragio de un Exxon Valdez cada año, y que al parecer a muy pocos medios de comunicación occidentales ha interesado reflejar hasta la fecha.
Pronto se cumplirán 16 años de la ejecución de uno de estos mártires que se cruzaron ante la maquinaria que continúa esquilmando impunemente los recursos naturales africanos, después de que el ejército nigeriano acabara con la vida de miles de ellos. El escritor y profesor universitario Ken Saro Wiwa (1941) fue ahorcado junto a otros siete presos de conciencia por el gobierno del general Abacha en 1995, por oponerse a la devastación, actitud catalogada oficialmente como de sediciosa, pese a las peticiones de clemencia de la ONU, la OUA o la Comisión Africana de Derechos Humanos, entre otras organizaciones transnacionales.
Al margen de los amagos por parte de estas petroleras de desviar la atención y acallar lo evidente, como la publicación urbi et orbe de supuestos códigos de respeto a los derechos básicos de las personas, lo cierto es que son corporaciones que funcionan como pequeños gobiernos incrustados en los palacios de las dictaduras africanas y que no trasladan a esos imperios conquistados los mismos cánones de conducta sociales, económicos y ambientales que rigen en los países desarrollados de donde proceden. Sin ir más lejos, la Shell admitió haber instado a los mandatarios locales a la intervención de los militares contra aquellos que protestaban e incluso promovido la dotación de armamento para defender a plomo sus instalaciones extractivas.
Saro Wiwa pagó con su propia vida la defensa de sus derechos y los de su milenaria comunidad como ciudadanos del mundo, algo que no ha servido, por lo visto, para que esas multinacionales, arropadas y defendidas por nuestros estados democráticos y avanzados, cesen en empantanar el tercer mundo de basura con tal de amasar unas fortunas con las que jugar en los parqués de nuestras bolsas de valores. Qué menos que la UE emprenda acciones legales contra estas empresas y una muy necesaria y costosa campaña de rehabilitación ecológica para resarcir parte de los estragos, puesto que las almas de los ogonis muertos son ya irrecuperables.