X
AYER Y HOY DE LÍBIA > VIVENCIAS, HACE 40 AÑOS, DE UN MÉDICO TINERFEÑO

La vacuna

   

Una calle de Trípoli, en 1964. | C. R. M.

CÉSAR RODRÍGUEZ MAFFIOTTE | Santa Cruz de Tenerife

La publicación de estos escritos persigue dos objetivos. El primero de ellos es el de entretener mediante anécdotas, recuerdos y momentos vividos por mí que estaban ya medio olvidados por el paso de los años. El segundo objetivo es el de mostrar mediante estos relatos cómo es un pueblo. No soy sociólogo ni político ni nada parecido, por lo que me limito a contar historietas. A través de ellas espero que mis lectores, si llego a tener alguno, se hagan una idea de cómo era la gente, cómo su carácter, sentido del humor, etc., que hace cuarenta años habitaba en Libia, ese país desconocido que para su desgracia hoy está tan de actualidad.


‘Il caldo’

Cuando el avión abrió sus puertas la impresión fue inenarrable. Estaba en tercer o cuarto lugar de la cola de forma que la embestida no me dio directamente. La describiría como si hubiera sido arrollado por un tren en marcha. Si hubiéramos aterrizado en Vizcaya habría asegurado que estábamos ante uno de esos Altos Hornos del norte de España a quien alguien le había dejado la puerta abierta. Pero no, estábamos en Trípoli, la capital del reino de Libia, y además era octubre. Pensé: “¡ Dios mío, si esto es así en este mes, como será en agosto!”

Octubre de 1964. No fue aquel un buen año, al menos para mí. Tampoco 1963. Dos años antes había terminado mi carrera de Medicina y también había completado mi formación como especialista, pero no encontraba trabajo. Estaba dispuesto a comerme el mundo pero me estaba dando cuenta de que, si me descuidaba, el mundo me comía a mí.

Fue entonces cuando se me presentó la ocasión de encontrar lo que necesitaba: trabajo.

Me ofrecieron un contrato y no dudé un instante en aceptarlo.

Todo comenzó un día de mucho calor en la plaza de la Candelaria de Santa Cruz y a mi mujer y a mí nos apeteció tomar un helado. Caminamos hacia el bar Atlántico cuando nos encontramos con Miguel Ángel. La última noticia que teníamos de él es que estaba en Madrid haciendo cardiología con Martínez Bordiú, el yernísimo, como entonces se llamaba al doctor. Por eso nos impacto al decirnos que ya no estaba allí. Hacía un año que se había trasladado a Trípoli, pues en Libia necesitaban médicos y preferían a los españoles.

-¿Podría yo conseguir trabajo?- le pregunté.

Fue así como me encontré aquel día saliendo por la escalerilla del avión y enfrentándome al mayor calor que jamás habría imaginado. Sin embargo, el viaje había sido bueno. Salimos de Madrid en dirección a Catania, donde tenía que enlazar con un vuelo de Alitalia directo a Trípoli. Me tocó al lado un señor italiano que no sabía prácticamente ni una palabra de español. Hablamos y hablamos, él en su idioma y yo en el mío. Imaginaba que el italiano era como el español pero terminado en “i”, y así me pasé las dos horas largas de viaje hablando de aquella manera tan extraña y creyendo que de esta forma mi vecino de asiento me entendería mejor.

Me llevé una agradable y tranquilizadora sorpresa cuando, al aterrizar en Sicilia, el señor se despidió asegurándome que no iba a tener ningún problema idiomático para hacerme entender en Libia, pues yo hablaba un italiano muy bueno. Al día siguiente, cuando un taxista de Trípoli me llevaba al edificio de la Seguridad Social para discutir los términos de mi contrato, el hombre, queriendo ser amable, me habló en italiano y me comentó algo que no comprendí, pero que interpreté como una invitación a tomar una sopa o un caldo. Por supuesto le contesté en mi italiano recién aprendido que con “cuesto calore il caldo no era buono”. Me miró con cara de desconcierto y no me dijo nada más. Al llegar a nuestro destino me estaba esperando Miguel Ángel, a quien le relaté lo que me había pasado con el taxista. Se rió mucho, pero yo me quedé colorado cuando comprendí que en italiano “calor” se decía “caldo”, y que el pobre hombre solo me comentaba la temperatura del día y no me estaba invitando a tomar nada. Entonces caí en la cuenta de que el del avión me había estado tomando el pelo desde el principio.

Pero sigamos con el viaje; en Catania cambié de avión y, como suele suceder, algunos de los pasajeros que veníamos desde Madrid embarcamos en el nuevo vuelo hacia Trípoli. Una de las personas que hizo junto a nosotros los dos trayectos fue una chica morena con pinta de andaluza que me tocó en el asiento contiguo. Era española, creo recordar que de Córdoba o Granada, e iba a Libia para integrarse en un cuadro flamenco que necesitaba una nueva bailarina. El viaje fue corto, y cuando desembarcamos, tras atravesar la distancia que separaba el avión del pequeño y vetusto edificio de la terminal, bajo aquella cosa indefinible, sólida, pesada, que inmisericorde nos golpeaba sin compasión, que al siguiente día supe, gracias al taxista, que se llamaba “caldo”, nos pusimos en cola, ya a la sombra pero no a salvo del calor. No sé qué era peor, si soportar los rayos del sol a la intemperie o la temperatura y la humedad bajo techo.

Nos hacían pasar en fila delante de una puerta en la que se podía ver pintada en color rojo una media luna y en inglés e italiano la palabra Sanidad. Cuando entré me encontré en una pequeña habitación bastante destartalada con una mesa, dos sillas, una camilla de exploración y una vitrina de aquellas que se veían en todas las antiguas consultas médicas de cristal, pintadas de blanco, con jeringuillas, pinzas, medicamentos caducados y pequeñas cajas que a saber qué contenían. Un enfermero sin afeitar, con bata otrora blanca y zapatillas playeras de goma, me pidió perentoriamente: “Vaccination card”. Caí entonces en la cuenta de que al solicitar en la Embajada de Libia en Madrid el visado de entrada al país me advirtieron de que la vacuna era obligatoria y que, en todo caso, personal sanitario de Trípoli me vacunaría en la Oficina de Sanidad Exterior del Aeropuerto al llegar.

Pues bien, aquel cuchitril era la tal Oficina de Sanidad y el enfermero en playeras era el personal sanitario. Por supuesto no estaba dispuesto a dejarme pinchar por aquel tipo, con aquellas jeringuillas, y se me ocurrió decirle: “ I am doctor, and I do not need vaccination”.

Visiblemente desconcertado ante la idea de que un médico no necesita ser vacunado, a aquel pobre hombre solo se le ocurrió decirme: “Please, your documentation”. De nuevo inspirado por los dioses, saqué la cartera, rebusqué un momento y le mostré el carnet del Colegio de Médicos de Tenerife, ante el cual y tras observarlo detenidamente, desplegó una amplia sonrisa, me lo devolvió y tendiéndome la mano me dijo: “Welcome to Libia”.

Salí de la habitación y allí estaba, esperando su turno, la chica andaluza, que al verme me preguntó visiblemente preocupada: “¿Qué le hacen ahí?”.
-No es nada -le dije-. Solo le piden la cartilla de vacunación. Poniendo cara de pánico me dijo: “Yo no tengo ninguna”.
-Bueno, no importa, la vacunan aquí mismo, pero dígale que está ya vacunada, y no se la pondrán. A mí no me pincharon porque les expliqué eso mismo.

-¿Seguro? -preguntó suplicante.

-Completamente, no se preocupe -respondí sin atreverme a describirle el panorama con el que se iba a enfrentar.
Ella entró en la habitación y yo seguí avanzando en busca de la maleta, pasando antes por el control policial. Noté que la chica tardaba más de la cuenta en salir de la Oficina Sanitaria, y creo que en algunos momentos me pareció distinguir a través de la puerta voces de discusión. No estoy seguro, pero de lo que no me cabe ninguna duda fue de haber oído con toda claridad un ¡ay!, que resonó como un alarido en todo el salón. Se abrió la puerta y la chica salió con el algodón apretado contra el brazo, ojos llorosos y, sin dirigirme una mirada, me adelantó en la cola y se fue a recoger sus maletas. Nunca más la volví a ver.