Leí una vez en la columna de un periodista conocido de aquí, y a propósito de lo que otro escritor famoso dijo, que era indecente hablar mal de Vázquez Figueroa porque es el novelista de España que más libros ha vendido. Y esa es una de las siniestras cargas con que se arrastra como un gusano por la porquería la cultura literaria española hoy, desde los lectores de medio pelo con entrada fija en los medios de comunicación a ciertas disposiciones institucionales. A eso se une el apoyo de los currículos escolares y el modo de proceder de las llamadas “grandes” editoriales españolas. La cuestión es que ningún escritor que se precie (incluidos los estrechos de ánimo) goza por vender pocos libros. Bien al contrario: cuantos más mejor. Entre otras cosas porque todo escritor que publica se mueve en el seno de una industria y aunque aquí, en Canarias, los libros por lo general se hacen para ser regalados, en esa instancia dicha no. Los libros son productos de comercio, además de ser recintos dilectos de la cultura. Así una cosa es que todo libro busque compradores y lectores y otra muy distinta es que esa sea la finalidad absoluta de todos los libros.
Aclaro el asunto, para que se entienda. Cuando Borges comenzó a publicar con regularidad, no vendía más de 500 ejemplares. Ahora vende miles y es el mismo Borges; incluso es un Borges más radical en sus propuestas. Recuerdo que a finales de los años 50 lo declaró: al principio de su carrera le preocupaba impresionar. Eso (se convenció) no es el sustento de la literatura, eso (en todo caso) forma parte de las estrategias apriorísticas de los best sélleres. Se retractó Borges y dedujo que lo esencial de la literatura es convencer. Y del impresionar al convencer va una larga y durísima travesía por el desierto. Es decir, la Odisea es un best seller pero es la Odisea, La Biblia es un best seller pero es La Biblia, el Quijote es un best seller pero es el Quijote, Cien años de soledad es un best seller pero es Cien años de soledad. Esto es, al mundo de las ventas ha de sumársele otra cuestión en este caso: los valores. Y ahí la cosa cambia. Porque el valor de la cosa aquí no descubre sólo a lectores sino a la calidad de la lectura. La confusión de estos asuntos es la causa por la cual comienza a hacer aguas en este país la cultura escrita. Es cierto que es bueno leer, pero es cierto que no todas las lecturas cumplen con la exigencia y con la responsabilidad de eso que se ha dado en llamar el “canon” de una literatura.
Recuerdo discusiones al respecto con algún moderno profesor de instituto y también con algún preclaro psico-pedagogo de esos que tienen secuestrada la enseñanza en este país. Al primero le discutí que los chicos del instituto han de conocer y disfrutar de uno de los patrimonios más importantes de la humanidad: la Literatura Española, del Arcipreste de Hita a Luis Mateo Díez, y no cualquier cosa (v.gr., naderías de Arturo Pérez Reverte). El otro quiso convencerme de que él, indudablemente, podía dar mejores clases del Quijote que yo, aunque no había leído ese libro ni lo leería (porque en España, a diferencia de Inglaterra, Alemania, Francia, Italia o EE.UU., no es necesario leer y estudiar a nuestros clásicos). El susodicho pedagogo sabía estrategias, pero no tenía ni la más zorra idea de la materia. Y así nos va (cual señalan los estudios sobre la enseñanza en este país), apretando tornillos como el Chaplin de Tiempos modernos. Recuerdo una conversación con José Saramago a propósito de la edición de sus novelas en EE.UU. Me confirmó que el circuito de introducción de sus libros allí era el circuito del arte literario y que eso exigió con contundencia. Lo hizo a propósito de que el editor quería aclarar algunas estrategias de Saramago (como la colocación de los diálogos entre comillas) en honor a los lectores. José Saramago le dijo: “El honor de mis lectores es el complot con mi literatura, no caer en la trampa de la facilidad”.
Y así es. En la Gran Bretaña, Alemania, EE.UU., Japón… los mundos “literarios” se manifiestan en su absoluto paralelo. Sin duda cabe apreciar el ingenio de quien es capaz de fabricar con solvencia un artilugio de súper ventas (Michael Connelly o John Connolly), y otra cosa es Cormac McCarthy, Don Delillo, Paul Theroux o Philip K. Dick. Eso es lo lícito, el que las editoriales busquen a sus lectores, como ocurrió aquí con Seix Barral, Montesinos o Anagrama. Lo que ocurrió y no lo que ocurre. Ocurre que las “grandes” editoriales de España no se resignan a señalar a los 3.000 compradores de partida. De modo que todo se confunde y da igual Isabel Allende que Vargas Llosa, Gala que Luis Mateo Díez. Más aún en las fundas de las traducciones de esas editoriales tan famosas (Connolly o Murakami) se da como literatura trascendental lo que es sólo mero y puro entretenimiento.
Y así nos va, para contento del psico-pedagogo dicho y de las editoriales tales, apretando tornillos como Chaplin en Tiempos modernos.