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DESPUÉS DEL PARÉNTESIS > POR DOMINGO LUIS HERNÁNDEZ

Los inocentes

   

Cuentan que cierta vez el señor William Hitchcock envió a su pequeño hijo a la comisaría de Leytonstone, el área del este de Londres donde vivía con su familia. Le ordenó que encontrase al comisario jefe allí a fin de que le prestara un servicio para el que ya estaba avisado. El niño partió de su casa, recorrió las manzanas correspondientes, llegó al lugar y se presentó. El comisario dicho tomó al pequeño de un brazo, lo arrastró hasta una celda, lo metió en ella y cerró la puerta sin decir nada, sin ninguna explicación. El niño permaneció silente cuatro penosas horas en el cuarto oscuro sin saber a qué acogerse ni qué pensamiento ordenar en su cerebro luego de que alguien lo encerrara en un calabozo sin razón aparente. El ser que lo confinó abrió de nuevo la mazmorra, se acercó a él, le hizo un mohín en la nariz y le dijo: “Vuelve a casa, Alfred, y dile a mi amigo William Hitchcock que he cumplido”.

El niño Alfred Joseph Hitchcock recorrió el camino de regreso a su casa con un temblor indescifrable en todo su cuerpo y con el entendimiento cerrado a una sola palabra que pudiera revelar lo que había vivido. El terror se había adueñado de su ánimo, tanto que era incapaz de oponer contenido al negro de la noche que ya se adivinaba sobre el cielo de Londres. Llegó a su domicilio, su padre, el señor William Hitchcock, lo recibió, abrió sus brazos, lo atrajo hacia su pecho y le dijo: “Esta es la lección: si en el futuro eres un hombre de bien, no visitarás jamás una cárcel; si decides ser un malvado, ese será tu hogar”.

El señor William Hitchcock erró. Lo que le dictó al oído de su hijo, después de una de las experiencias más pavorosas de su vida, no fue semejante instrucción; la enseñanza que aprendió Alfred Hitchcock esa tarde fue que es probable que el mundo te señale como culpable alguna vez siendo inocente y que contra esa depravada, caprichosa y angustiante condena has de luchar con arrojo, si no quieres ser víctima de los equívocos. La obra del genial hombre que se llamó Alfred Joseph Hitchcock está llena de detalles sobre ese sentido del existir. Si no recuérdese Rebeca, o a la Lina McLaidlaw (interpretada por Joan Fontaine) sufrir el acoso de la duda frente a su amado Johnnie Aysgarth (Cary Grant) en Sospecha; recuérdese Vértigo o recuérdese la penúltima de sus películas, la excepcional Frenesí, y la pelea de Richard Blaney (Jon Finch) por ajustar su inocencia frente al escurridizo Asesino de la Corbata. Incluso mírese desde esta perspectiva la armazón del personaje Norman Bates (Anthony Perkins) frente a la ilusa Marion Crane (Janet Leigh) en la sin par Psicosis. O repárese en el sentido que cobra el ataque indiscriminado de las aves en Los pájaros.

Segunda escena: comíamos unos amigos y algún conocido en una venta típica del norte de Tenerife. Ocupábamos un sitio de la terraza que daba a la calle por el frescor y las delicias del paisaje. Los coches a nuestro lado. Y al lado de los coches un terraplén en el que jugaban alborozados unos niños a la pelota. En su fragor, un chico quiso despejar el peligro de su área con tanta fuerza que el balón salió despedido hacia el aparcamiento y dio en uno de los espejos retrovisores del auto de uno de los conocidos que almorzaba con nosotros. Se levantó, se enfrentó al niño de mal modo, el pequeño se disculpó y corrió a su casa cercana en busca de su madre. La señora salió y educadamente se interesó. El asunto le costó 250 euros que abonó sin remisión. El susodicho volvió al asiento, tomó el vaso de vino, se lo llevó a la boca, bebió, suspiró con una sonrisa sardónica y dijo: “Miren por donde hoy como gratis y mañana también”. El espejo retrovisor por el que exigió el pago a la mujer de la casa vecina ya estaba roto cuando el niño acertó con el balón. Ni la mujer estafada ni el niño objeto de la estafa jamás sabrán del manejo del sujeto vil que los engañó.

Pero lo que demuestra esta anécdota, en relación con la que contó Hitchcock de su padre, es que este mundo, las más de las veces impúdico, pone de manifiesto las éticas contrapuestas del ganador y del perdedor. En esta sociedad obtusa (guerras preventivas, armas de destrucción masiva que no se encuentran, Abu Ghraib, Guantánamo, tele basura deprimente…) los polos parecen invertidos. De donde, lejos de la lección que quiso dar a su hijo el señor William Hitchcock o de la reprimenda que el chico del partido de fútbol se llevará injustamente de su madre, no está por demás condenar que el castigo lo sufran los inocentes. En ningún caso. Eso no lo puede permitir la fuerza de la moral y la fuerza de la ética. Luego, si tal cosa no ocurriera, en tanto lo que hoy se manifiesta, se vende y es productivo el desarme de la moral y el derrumbe de la ética, si tal cosa no ocurriera, cabe plantear una pregunta: ¿qué cargará el inocente hacia el futuro, mundos alternativos en forma de obras de arte o un enfrentamiento radical y categórico?