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NOMBRE Y APELLIDOS > POR LUIS ORTEGA

Miguel Caballero

   

Setenta y cinco años después de su asesinato, su sombra planea sobre la conciencia española como una deuda pendiente, una injusticia sin reparación posible, entre sombras y amargas paradojas que revelan los peores instintos de la tribu. Tras su rápida lectura, la nueva adquisición (Las últimas 13 horas en la vida de Federico García Lorca, La esfera de los libros, 2011) entró en la balda dedicada al genial granadino, donde hace el número ciento treinta, bloque desigual y curioso donde se mezclan con poemarios y dramas, en distintos idiomas, antologías, biografías, ensayos literarios y relatos documentales sobre las controvertidas circunstancias del homicidio. La fuente central de Caballero Pérez fue el relato elaborado por el falangista Molina Fajardo hacia 1960 y que no se publicó hasta medio siglo después (asunto de interés para otro día) y confirma, a grandes rasgos, la teoría de Ian Gibson, “su mejor biógrafo”, tanto en la denuncia de Ramón Ruiz Alonso y la colaboración en la captura del autor de Yerma, refugiado en casa de los hermanos Rosales, por parte de Federico Martín Lagos y Juan Luis Trescastros, como en la influencia que viejas rencillas entre las familias de García Lorca, de simpatía republicana, y los Roldán y Alba, alineadas con el movimiento faccioso. Como aportación novedosa, Caballero concede mayor importancia a estas disputas burguesas que a la significación política del asesinado en la madrugada del 17 de agosto -junto a dos banderilleros de la CNT, Francisco Baladí y José Argollas, y al maestro Dióscoro Galindo- “porque Federico, si bien era un republicano ferviente, no tenía afiliación ni obediencia directa a ningún partido político”. Ausente el gobernador civil José Valdez, su sustituto, Nicolás Velasco, teniente de la Guardia Civil, ordenó el traslado a la Colonia, un galpón que sería de capilla para los homicidios sin juicio. La aportación más valorada de la publicación es la relación de los autores materiales del crimen: el capitán José María Nestares, que fijó el sitio y la hora, su ayudante Manuel Martínez Bueso, que dirigió la ejecución sobre las cuatro de la madrugada y quienes apretaron los gatillos de las pistolas Astra y los fusiles Mauser: el cabo Mariano Ajenjo Moreno y los pistoleros Fernando Correa Carrasco, Antonio Hernández Martín, Salvador Varo Leyva, Salvadorillo, Antonio Benavides Benavides (que se jactó de haberle metido dos tiros “al cabezón) y Juan Jiménez Cascales, el único de la partida que mostró públicamente arrepentimiento por la barbarie continuada en la que participó por su calidad de tirador de élite.