Eliseo Alberto Diego García Marruz (La Habana, 1951) ha fallecido este domingo a causa de varias complicaciones sufridas en el Hospital General de Ciudad México, donde había ingresado el pasado 18 de julio para someterse a un trasplante de riñón. Su estado, sin embargo, se agravó en los últimos días a causa de varios paros cardíacos y otras complicaciones que terminaron con su vida.
Nació en el municipio habanero de Arroyo Naranjo, en el seno de una familia de escritores y músicos donde la figura más relevante, sin duda, fue su padre, el poeta Eliseo Diego, premio Juan Rulfo de poesía, quien le enseñó con meticulosidad de relojero el arte de las palabras y el insondable misterio del tiempo, herramientas con las que Eliseo Alberto (Lichi) cultivó su literatura y sus artículos periodísticos, como si la riqueza de la fabulación volviese pretexto el contenido de sus obras.
Autor prolífico, tras graduarse de Periodismo por la Universidad de La Habana combinó el ejercicio periodístico con la creación literaria y la escritura de guiones cinematográficos. De su etapa en Cuba destacan los poemarios “Importa el trueno” (1975), “Las cosas que yo amo” (1977) y “Un instante cada cosa” (1979), además de la novela juvenil “La fogata roja”, que obtuvo el Premio Nacional de la Crítica en 1983. Fue además guionista de filmes cubanos como Guantanamera (1995) y Cartas del Parque (1989), de Tomás Gutiérrez Alea; El corazón sobre la tierra (1986) y Mascaró (1991), de su hermano Constante Diego; y El elefante y la bicicleta (1994), de Juan Carlos Tabío.
Pero fue su exilio en la ciudad de México lo que más lo marcó como escritor alcanzando un merecido prestigio internacional. Fue precisamente en la capital azteca donde, luego de 6 años de silencio literario que padeció por haber sido considerado traidor por el régimen de los Castro, debió reinventarse como escritor con su novela-ensayo “Informe contra mi mismo”, obra crucial para entender la Cuba de los últimos 50 años, y que forma parte de lo mejor que ha dejado este intelectual honesto que siempre soñó con su regreso a Cuba, pero no al precio de guardar el silencio de los cómplices.
En 1998 ganó el Premio Internacional Alfaguara de Novela por “Caracol Beach”. Otras obras publicadas en México son “La Eternidad por fin comienza un lunes” (1992), “La fábula de José” (2000), “Esther en alguna parte” (2005) y “El retablo del Conde Eros” (2008).
Amigo de sus amigos y esclavo al culto de la palabra, Lichi me convirtió en un asiduo examinador de sus novelas y guiones cinematográficos, un ejercicio de amistad y de creación artística que sólo quedaría roto por la herida infinita del exilio.
La última vez que nos vimos fue en Tenerife, en 2009. Su cara de niño travieso, sus grandes manazas de campesino metropolitano capaces de desmenuzar con tanta delicadeza una metáfora de Machado como un soneto de Nicolás Guillén aparecieron infaliblemente en las mesas de un restaurante de Santa Cruz donde cenamos, entre nubes de un humo que él mismo expelía por un rinconcito de la boca que ya avisaba la falta de aire de los campeones.
Recuerdo que hablamos inevitablemente de nuestra isla común, y recuerdo que al final de todo, con la mirada extraviada, agarrado a la vida por esa luz que buscó siempre para entender las cosas más allá de los extremos, me dijo: “JuanCa, Cuba será libre sólo cuando los cubanos, los que gobiernan y los que decidiremos quiénes nos gobiernen, dejemos de vomitar odio y seamos capaces de sacar el egoísmo fuera de nosotros”. Sospecho que ese sueño cívico que le acompañó siempre y que él asumió con la nobleza auténtica con que adornaba su carácter, permanecerá siempre vivo entre nosotros, aunque ahora su voz herida se acabe de apagar.
Tolerante consigo mismo y con los otros, Lichi era de una aterradora indefensión, y de una escritura poética, explícita y coloquial, que le sirvió para escribir ensayos, artículos y novelas magistrales, en las que casi siempre fundió sus dos grandes pasiones: la literatura y el cine.
Eliseo Alberto nunca fue un escritor político. Desde su independencia de criterios, su oposición a la dictadura cubana era más moral y cívica que ideológica. Anhelaba una Cuba libre, sin dogmas, sin presos políticos. Un país libre de consignas que no se tomara muy en serio ni se creyera el ombligo de la historia ni del mundo. Por eso, gracias a escritores como él, los más de 50 oscuros años de exilio han sido menos rabiosos, menos aburridos. Una vocación natural del ser humano que se justifica porque, como escribió Sartre, “el hombre nace libre, responsable y sin excusas”. Así está ahora Lichi, insomne, libre, fabulando incansablemente, con la poesía a cuestas, vivo entre nosotros para siempre.