El profesor Hernández era un matemático en estado puro. Morfológicamente inteligente. Alto, aniñado y desgarbado. Los ojos en asombro y la sonrisa del que sabe el acertijo y la respuesta. Fui su alumno y aquí debo admitir que, como en todo curso hay un payaso, a mí ese papelón me lo asignó el destino.
A mi padre no le resultó tan divertido aunque mis notas produjeran risa. Hernández no solo me tenía paciencia, sino que me regaló el puntaje suficiente para aprobar su materia porque, según decía con humor, en mi vida de adulto yo no iba a necesitar nunca más allá de las cuatro operaciones y que, aun así, me sobraban dos porque con saber restar y dividir sería suficiente.
Todavía me da rubor y apuro recordar mis osadas teorías con que yo lo interrumpía. Sirva de muestra la que sostenía que “los matemáticos no son muy inteligentes porque se buscan los problemas más difíciles y para colmo inútiles”. De esa extraña relación quedaron algunas leyes o aforismos que años después reconstruimos, pues, ¡quién lo creyera!, volvimos a coincidir en la universidad donde él daba cátedra y yo estudiaba periodismo.
No sé cuántas veces he repetido los pocos apotegmas que recuerdo sin darle suficiente crédito al profesor Hernández, a quien también le gustaba hacer mofa de lo suyo. Por ejemplo, que la distancia entre dos puntos geográficos no es métrica, sino subjetiva: demasiado lejos para el que huye y demasiado cerca para el que no quiere llegar. O que en un mismo camino, la ida es larga y el regreso corto. Y que si las leyes físicas fueran exactas, las olas también serían exactas. Y que, sí es cierto que por donde pasa la cabeza pasa todo el cuerpo, entre y salga por su sombrero. O esta que es pariente de las de Murphy: todo objeto que cae o que está en lo alto, quedará siempre un milímetro más allá de donde la mano alcanza.
Recordar ahora a mi profesor no es el ejercicio reumático de la nostalgia, sino la necesidad de concederle tardíamente la razón: por no haber aprendido matemáticas no comprendo lo que pasa. Fíjense ustedes que Estados Unidos, el más rico, está o estuvo a punto del default, que según entiendo es cesar sus pagos.
Para recuperar las arcas del Estado, los republicanos no aceptan que se suban los impuestos a las corporaciones ni a los millonarios porque son los que crean empleo aunque por ahora son los que más empleo han destruido. Entonces hay que contraer el gasto público, es decir los gastos sociales como pensiones y salud. Según esta rara ecuación, no les sacan dinero a los que lo tienen sino a los que no lo tienen. Y sepulcral silencio sobre los gastos militares y las guerras. Sin duda, de algo me he perdido. Lo mismo sucede con el juego de las bolsas: una eléctrica, una tecnológica o un banco valen por la mañana una cosa y al cierre valen otra y mañana otra.
A esa ruleta, los gobiernos temen, razón por la que salvan con dinero público todo ese aparato improductivo, preocupados por tener felices a los inversores que son apostadores que especulan. La verdad que mi ignorancia es grande y estoy arrepentido. Quisiera volver a mi pupitre para desentrañar todas esas fórmulas de x + a (b) = y, sin tocarle sus sabias narices al profesor Hernández.