A mediados del siglo XIX, Thomas Austin tan sólo era uno de los muchos británicos que se aventuraban a viajar hasta Australia para probar fortuna en unos territorios tan extensos como vírgenes. Uno de tantos ingleses que, aprovechando la ventaja colonial, se trasladaron a aquellos lejanos dominios para prosperar. Su idea era asentarse y levantar una granja con la que poder ganar el sustento de su familia.
Pero ya sabemos como son los ingleses… al contrario que los gallegos y su morriña, los británicos se acomodan en el lugar y terminan convirtiéndolo en su pequeño barrio londinense. Abren sus bares, aplican sus costumbres, instauran la hora del té con pastas y terminan transformando cualquier parte del mundo donde se instalen en una particular copia de su añorada patria.
Y lo que Thomas Austin echaba de menos era la caza. Qué le vamos a hacer… el buen hombre sentía nostalgia de aquellas jornadas entre las campiñas de Inglaterra, en compañía de su perro y disparando su rifle a diestro y siniestro.
La decisión de aquel cazador, ahora lo sabemos, tendría unas consecuencias que aún hoy siguen coleando…nunca mejor dicho. Para poder disfrutar de su particular hobby, Austin hizo traer hasta Australia las piezas que le faltaban en su puzzle.
La navidad de 1859, Thomas Austin, granjero, cazador e inglés para más señas, soltó por las vastas pero frágiles tierras de Australia setenta y dos perdices, cinco liebres y veinticuatro conejos para satisfacer sus anhelos cinegéticos…
Tan solo siete años después aquella puesta en libertad de únicamente dos docenas de inocentes parientes de Roger Rabbit, y revisando los libros y diarios que el cazador llevaba de sus presas, el resultado es asombroso. En aquellas notas de contabilidad del año 1866 el inglés, entre la arrogancia y la extrema meticulosidad, lucía con orgullo el haber cazado, nada más y nada menos, que 14.253 conejos.
Aquellos primeros veinticuatro conejos introducidos en Australia se convirtieron en miles tan solo unos años después…hoy, son una verdadera plaga y se estima que el número actual de estos roedores supera los 400 millones; todos ellos tatara-tatara-nietos de los simpáticos Oryctolagus cuniculus que nuestro protagonista soltó para aliviar la nostalgia de su hogar y su afición cazadora.
Libres, en unas tierras generosas, con abundantes recursos y con pocos depredadores que les hicieran frente, los conejos de Thomas Austin hicieron lo que mejor saben hacer: reproducirse. Y lo hicieron con tanto éxito que actualmente resulta difícil dar marcha atrás.
Introducir especies extrañas en un entorno ajeno es una peligrosa jugada que, en algunas ocasiones, puede ocasionar perjuicios a todo lo establecido. Lo normal, evidentemente, es que si soltamos una vaca en una selva dure un par de horas como mucho. Sin embargo a veces la ruleta da un giro extraño, se dan las condiciones necesarias para lo impensable, y es entonces cuando la vaca se come al león.
El caso de los conejos de Australia no es el único. Nuestros lejanos vecinos antípodas han soportado la invasión de caracoles gigantes africanos, sapos venenosos sudamericanos y hasta camellos han campado a sus anchas convirtiéndose en verdaderas plagas.
Como vemos en Australia, lo habitual es la introducción de una especie exótica en un entorno que no está preparado para ese encuentro casi alienígena. En estos casos, la especie se cuela como un virus y, con las ventajas que encuentra en el terreno, se reproduce hasta convertirse en un problema insostenible.
El enemigo, uno de los nuestros
En Canarias, la ecuación es diferente… el enemigo es de la familia, duerme en nuestros fondos marinos y se está adueñando de ellos dejando un panorama desolador.
Estas islas tienen su propio ecosistema, una fauna y flora propias que viven en delicado equilibrio, en una tensa cuerda estirada continuamente por la lucha entre la excesiva y masiva edificación de sus costas y un entorno natural privilegiado.
También tiene su propio vocabulario. Hace unos meses escuché por primera vez la palabra blanquizales y me pareció muy clarificadora. En contraposición con la más común pastizales, los blanquizales son fondos marinos en los que los recursos han sido esquilmados y apenas si queda ya la roca desnuda. El responsable del desaguisado se llama erizo de lima (Diadema antillarum) y no siempre fue un enemigo. Pese a lo que muchos puedan pensar, y al contrario que en el caso australiano, el erizo de púas largas no es un extranjero que se ha colado en nuestras aguas sino que lleva siglos anclado a los fondos marinos de Canarias.
Dicen que casi todo a grandes dosis puede ser perjudicial y eso es precisamente lo que le ocurre al erizo. Durante muchos años este equinodermo realizó un buen trabajo ocupando su lugar en el ecosistema marino y viviendo en armonía con el entorno. El problema surge cuando se cambia ese entorno, desaparecen sus depredadores y el erizo se multiplica sin control.
En Australia se introdujeron especies externas, en Canarias el proceso ha sido distinto: se ha roto el equilibrio y una especie autóctona se ha hecho con el mando. Sus predadores naturales, principalmente peces como el pejeperro o el tamboril espinoso, cada vez son menos numerosos y el erizo de lima, libre de la amenaza (y el control) que supone ser presa, ha dado un golpe en la mesa y se ha adueñado del territorio.
Y son voraces, muy voraces… su dieta se basa en la flora de los fondos marinos, algas, sebadales, llegando a consumir hasta 0.80 gramos de pasto por individuo al día. Un duro golpe al equilibrio de los fondos marinos al cual se está intentando poner remedio, aunque siendo sinceros con escaso éxito.
Desde las administraciones se están llevando a cabo campañas de eliminación manual de este devorador impetuoso pero la labor más ardua, silenciosa y eficaz está siendo desarrollada por buzos particulares que en sus inmersiones dedican tiempo y esfuerzo a erradicar zona a zona las costas más afectadas.