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DOMINGO CRISTIANO > POR CARMELO J. PÉREZ

Dios te paga la hipoteca

   

Ejemplo de furibunda actualidad. Imagine: se queda usted sin trabajo y debe seguir haciendo frente a la hipoteca. Sube el Euribor y se incrementa su deuda. Y sube, sube, sube… Le llaman del banco. Usted ya lo esperaba: o paga o se queda sin casa. Decide gastar el último cartucho: visita al director de su entidad, reconoce lo que debe y le pide más tiempo para saldar el crédito. “Pues no”, le contestan.

No le dan más tiempo, sino que le perdonan la deuda. Sí, ha oído bien, ya no debe nada. Y eso es así… porque sí, porque así es su banco, le explican. “Hemos llegado a la conclusión de que usted nunca podrá pagar lo que debe. Por eso, mejor lo olvidamos”, le dicen.

Y ahora, despierte. Estas cosas no pasan. Al menos, no en los bancos, que en su mayoría encarnan en este momento la sanguijuela que siempre fueron tras la apariencia de hadas madrina. Lo sé yo bien. Afortunadamente, no por experiencia. Pero sí lo he vivido en la carne de buenos amigos, buenos clientes a quienes han dado la espalda en la dificultad. Miserables.

A lo que íbamos, que me pierdo. Dios ha decidido hacer lo mismo con cada uno de nosotros: queda perdonada nuestra hipoteca. A saber: Dios ha decidido olvidar nuestros desvaríos, nuestra falta de fidelidad, nuestra torpeza para comprenderle y conocerle, nuestros renglones torcidos… Dios se reconoce a sí mismo en la debilidad de nuestra carne y está siempre dispuesto a proponernos un nuevo comienzo. Las veces que haga falta con tal de no perdernos.

Y de esa actitud comparto yo dos pensamientos con mis amables lectores. El primero, que la letra pequeña de nuestro contrato con Dios está bien clarita, no como la que esconden los bancos. Aquí la letra pequeña dice que si no perdonamos nosotros igual a nuestros hermanos y hermanas, no hay perdón para nosotros. Y punto. Esta cláusula no se negocia. Tanto nos ama Dios que vincula nuestra vida a la vida de los demás. Y el que no perdona, morirá eternamente. Ya está muerto, en realidad.

En mi segunda reflexión seré yo muy clarito, huyendo de cálidas interpretaciones: cada vez que Dios me concede el don de intuir siquiera su misericordia para conmigo, más miserable me siento. Me siento entidad bancaria, demasiado pronto para juzgar y condenar al desahucio. También doy gracias a Dios por sentir eso. Es un regalo saberse pequeño siéndolo verdaderamente. Es el origen de la fidelidad a su presencia.

Y como consecuencia de ello, quizá no tan sana como la anterior, siento también la necesidad de revelarme ante quienes se pasan la vida juzgando a los demás. En todos los ámbitos vocacionales y profesionales en los que me he movido, y son unos cuantos, he descubierto que los que más juzgan han resultado ser los más escandalosamente sucios.
Forma parte del misterio del mal en el mundo que los más necesitados de perdón sean los que más se envalentonan a la hora de sacar los colores a sus hermanos. Triste ejercicio de indecencia que acaba por dentro con tantas vidas por el sólo objetivo de mantener blanqueados sus sepulcros.

Afortunadamente, Dios paga nuestra hipoteca. Por fortuna, la letra pequeña de ese contrato es una escuela de misericordia.

@karmelojph