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Baja clase media > Luis Alemany

   

No deja de resultar alarmante observar que las soluciones políticas que se aplican para tratar de paliar los momentos de precariedad económica (por lo común chapuceros remiendos, dudosamente paliativos del malestar social) repercuten inexorablemente sobre los ciudadanos de a pie de los países comunitarios: esa ambigua clase media trabajadora, cada vez más homogénea en una plural diversidad de nacionalidades, unitariamente diferenciadas, pero obligadamente solidarias, en sus comunes desdichas (cuando éstas acaecen: es decir, casi siempre), a través de los diversos países que constituyen esa entelequia -cada vez más enteléquica- que hemos dado en llamar Europa (como aquella mitológica doncella raptada por un toro), y que lleva más de diez siglos tratando de conformarse (tal vez en la doble acepción de la palabra: adquiriendo estructura y resignándose), a través de un pretendido equilibrio -nunca resuelto satisfactoriamente del todo- entre la búsqueda de una común identidad, a cuyo través homologarse y la orgullosa (cuando no fanática, como pregonan algunos sectores integristas canarios Día a Día) reivindicación de las peculiaridades autóctonas: el eterno enfrentamiento entre el cosmopolitismo y el folklore.

Posiblemente la falacia explicativa más extendida, en tiempos de mucha confusión económica (como los que estamos atravesando actualmente) sea el frecuente discurso analítico administrativo, que trata reiteradamente de orientar la atención pública hacia los extremos del espectro social que (tal vez -en última instancia- se toquen de alguna manera): la desmesurada riqueza (no siempre -ni necesariamente- prevaricadora) o la profunda miseria, merecida o no: por más que -al menos desde la perspectiva ética- nadie es merecedor de la miseria; soslayando -de esa manera: sus motivos tendrá- al más amplio espectro social de la clase trabajadora, que sostiene prioritariamente la economía de todos estos países, y que sufre -también prioritariamente- esas medidas económicas restrictivas, ya sea por la activa de incremento de impuestos, pérdida de poder adquisitivo, o deterioro del estado de bienestar (cuando no -como ha ocurrido- disminución salarial), ya sea por la pasiva de la grave merma de sustanciales servicios públicos -dañados por los eufemísticos “recortes” presupuestarios- como enseñanza, sanidad o (¿por qué no?) ocio.

Da la impresión de que nos encontramos nuevamente -a lo mejor nunca hemos dejado de estar- frente a aquel prototipo novelesco del funcionario galdosiano que tan brillantemente paradigmatizó el célebre escritor: entonces (a caballo entre los siglos XIX y XX) lo acosaba además el fantasma del cese a dedo, ante cualquier cambio ministerial; ahora posee el puesto en propiedad, tras una burocrática oposición, constituyendo la más numerosa población laboral de Europa, convertida en la columna vertebral de su economía: una columna vertebral que, en tiempos de profunda desnutrición -como estos-, se resiente de anemia más que cualquier otro hueso del esqueleto.