No es fácil para un niño de Santa Cruz identificarse con lo canario, no. Las piedras, el asfalto, la plaza… son frÃas y sin alma, por mucho que se le coja cariño al escenario de tus primeras andanzas.
Tampoco el Sur de Tenerife fue escuela de identidad canaria, no, a pesar de que los montes y las playas chasneras sà que permitÃan atisbar un pasado que, inexorablemente, se transformó a una velocidad que la memoria lamenta, por mucho que resultara natural para un niño.
Canario soy, La Restinga me lo enseñó.
Fue durante aquellos meses de verano, cita ineludible durante más de tres lustros, donde el niño asumió una identidad que emanaba de su gente y de su naturaleza.
Aprendà a ser canario jugando en el malpaÃs a ver qué laja se parece a aquella nube.
Saltando hacia el infinito por laderas de picón como las de El Jorado.
Besando bajo sus estrellas, que no hay manera de que entren todas por los ojos…
Canario me hice con un palo en la mano en el barco de Severo, evitando que aquellas morenas de dientes como agujas escaparan de los bidones recién rescatados en Las Calmas.
Nadando sobre los chuchos, igualitos a las personas: nada malo te hacen si no les haces tú algo malo…
Canario me hice con las manos pringosas de hacer masa con mantequilla para coger pejeverdes mientras mi padre enganchaba viejas en la punta del Cantil. Mirando al Mudo, muerto de miedo, que pedÃa silencio con un dedo en la boca porque frente a Puerto Naos algo chapoteaba a un lado y al otro de la barca… de popa a proa.
Atisbando las cuevas donde antaño se escondieron de los fachas, otros que también daban miedo cuando chapoteaban aquà y allÃ.
Canario me hice allÃ, donde el mundo parece que termina cuando en realidad empieza, donde sólo habÃa un teléfono que contaba los pasos y a mà pÃdeme sopa de marisco y alfonsiños. Donde los hombres tenÃan antebrazos venosos, fumaban Krüger sin filtro y a veces no volvÃan de la mar.
Canario soy porque vengo del volcán, la fuente de nuestra vida.
En El Hierro lo aprendÃ, y en La Restinga me di cuenta.