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Jubilándome > Juan Henríquez

   

No sé si hablaré de la ida, o de la vuelta; prefiero lo segundo. Es que sin esperármelo, como si de repente me hubiera acordado que tenía que suceder, dentro de seis meses, y espero que el destino me permita llegar, me jubilo coincidiendo con mis sesenta y cinco años de existencia.

No todo el mundo se lo toma de la misma manera. Los hay que llegado el momento se preguntan: “¿Y ahora qué hago?”. Otros caen en la monotonía y la soledad, como Martín Santomé, el jubilado de La tregua, de Mario Benedetti. Afortunadamente no estoy en ninguno de los supuestos. Es más, tengo la sensación, y es una decisión irreversible, de que, a partir de mi nuevo estado civil discrecional, es cuando inicio mi verdadera actividad creadora.

Hasta miedo me da aislarme de obligaciones a las que me debo como esposo y padre, hijo y hermano, tío y primo, de amigo y compañero, y sobre todo, el último, el de abuelo. Buscaré el equilibrio entre todas las facetas.

Por un momento cierro los ojos, y observo un niño que vive entre juegos in-fantiles y un perturbado entorno familiar y social, donde el patriarcado goza de la inmunidad que la dictadura franquista le consiente.

Son años duros en los que atravesar el puente a la juventud puede plantearte un trauma vital. La ausencia de libertad y estar sometido a una moral nacionalcatólica hicieron de aquel joven un esclavo que muy pronto se hizo adulto, cuando las turbulencias familiares y los desmadres del patriarca me convirtieron, gracias al esfuerzo y al trabajo, en el protector económico de once voraces estómagos, cuando aún no había sido llamado a cumplir el deber con la patria, que era de obligado cumplimiento.

Y llegó la emancipación, que consistía en casarse por la Iglesia, tener hijos y trabajar doce horas diarias, mínimo. En este tramo tuve la suerte de conocer a una bella, hermosa y gentil hembra, mi esposa, Ana, de cuyo matrimonio nacieron tres hijos, César, Cristian y Daida, dignos de exponer en la feria de la humanidad.

Ahora, con los ojos abiertos, recuerdo viajes a ninguna parte, caminos empantanados abriendo heridas que dejaron cicatrices endémicas. Pero, cuando llegué a la estación del reencuentro, no dudé en bajarme del tren; allí me esperaban los míos, que, sin reproches y a corazón abierto, nos fundimos en el abrazo de la concordia y la paz.

Y entre pasos firmes, y alguna que otra vez renqueando, me fui abriendo camino en el mundo del trabajo; jamás le di la espalda, aunque cierto es que muy pronto me encontré en la trinchera de la lucha de clases, por supuesto, del lado de los trabajadores/as.

Reconozco que la escala político-sindical, amén de aciertos y errores, el cuarto de siglo que le dediqué en cuerpo y alma fue absorbente y fascinante. Y la última etapa, aparte de trabajar, pues metido en la lectura, escritura (dos libros publicados) y colaboración en medios de comunicación social a través de mis artículos de opinión en prensa y colaboración radiofónica.

Mientras me terminan el traje de jubilado y me haga viejo, les cuento cómo me ha ido. Hasta ese momento, por favor: ¡no me abandonen!

juanguanche@telefonica.net