Los piroclastos del Mar de las Calmas acercan la idea -el sueño mitológico- de ver, por fin, a San Borondón emerger. Si mi amigo Gilberto Alemán viviera, o estuviera viendo en su alminar la mancha verde en brazos de los alisios, moteada de pedruscos humeantes que proceden del fondo del mar y de la tierra, volaría a El Hierro, presto a hisopear el islote inminente con agua del Pozo de la Salud para llamarlo por su nombre. Cuarenta años antes, el periodista finado bautizó al volcán Teneguía. Y hasta el día que murió estuvo alerta por si el islote fantasma asomaba el hocico por casualidad. José Padrón Machín se pasó también toda la vida buscando confirmar esa noticia huidiza. Cuando el venerado periodista piñero, que llegó a mimetizarse con el paisaje como si encarnase una sabina, se enfrentaba a la sequía informativa de su séptima isla, pensaba en San Borondón, en su infundado paradero, con la misma fe que, en 1721, el capitán general de Canarias Juan Mur y Aguirre organizó formalmente una expedición en busca del espejismo siguiendo un rastro de frutas misteriosas y restos de una extraña vegetación que flotaban en las playas de El Hierro. La balandra regresó sin noticias de la isla rebelde, como en todas las tentativas por hallar el dibujo de Torriani posado en el mar piedra sobre piedra. Lo cierto -y lo estremecedor- es que todos indagaron a mar abierto en estas mismas coordenadas donde ahora asomaría el morro una isla cenicienta, como trasunto de la salida desesperada que buscamos a la crisis.
La mitificación de marras estimuló a más de uno antes de este suceso que tuitea la red; a mí mismo y al historiador Julio Hernández -cuando conspirábamos bajo el yate invertido en el oasis del Quiosco Numancia, contrabandeando cohibas de matute con café- se nos pasó por la cabeza intentar el mismo desvarío, por si sonaba la flauta y traíamos de vuelta fotos de un paraíso trashumante que Pepe Dámaso había pintado exhaustivamente como si hubiera estado realmente allí. Cónsul y vicecónsul de San Borondón, Gilberto y Dámaso alardeaban de tener redactada una Constitución para cuando llegara la oportunidad. Y esta está al caer si el batiscafo certifica el parto del volcán tras diez mil sismos y un tremor. Al novelista Víctor Álamo de la Rosa, los duendes premonitorios lo llevaron en su última novela, La cueva de los leprosos, a mirar asombrosamente bajo el Mar de las Calmas y dar vida póstuma a sus personajes. La isla que sale de la cáscara, bajo la mirada espectral de La Restinga, le da la razón. “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí” (A. Monterroso).