En definitiva, los militantes expresan su opinión, pero después son los órganos estatutariamente encargados de ello los que deciden los candidatos y las listas. Y en unos partidos tan jerarquizados y presidencialistas como los españoles, es el líder del partido quien dice la última palabra.
Esto es algo que deberían tener muy en cuenta los defensores de las famosas listas abiertas, que, en ocasiones, hablan de ellas como si los electores pudiésemos decidir los candidatos. Las candidaturas al Senado van en listas abiertas, aunque, según hemos comprobado en el caso del todavía presidente del Cabildo Insular de La Gomera, son los partidos los que deciden esas candidaturas. Las listas abiertas solo se diferencian de las cerradas en que permiten votar al mismo tiempo a candidatos de partidos distintos. Sin embargo, lo único que significa eso es que permiten votar al mismo tiempo a programas electorales diferentes y hasta contradictorios, lo cual no parece muy coherente. Porque esos candidatos de partidos distintos que hemos votado, una vez elegidos estarán sometidos a la disciplina de voto de sus respectivos partidos. En otros términos, las listas son abiertas, pero los candidatos siguen siendo igual de cerrados”.
Los párrafos anteriores constituyen la parte final de nuestro artículo del domingo pasado, Listas abiertas y candidatos cerrados, parte final que no pudo ser publicada por problemas de espacio. Todas las semanas enviamos al periódico un número muy ajustado de caracteres que, con mínimas fluctuaciones, siempre es el mismo. Normalmente ese es el espacio reservado por el periódico y no se suscitan problemas de publicación, salvo el sacrificio de algunos puntos y aparte. Pero cuando coincide un compromiso comercial que determina el tamaño de un anuncio y se acumula un número elevado de colaboraciones, ese compromiso tiene prioridad, como es natural y lógico, y bastante hace la dirección del periódico con procurar que la parte del artículo que se puede publicar mantenga su coherencia interna y su sentido. Esta vez también ocurrió así, y aprovechamos la ocasión para agradecérselo muy sinceramente.
No obstante, a pesar de la coherencia interna y el sentido de lo publicado, varios curiosos -y amables- lectores detectaron lo sucedido. Detectaron, por ejemplo, que nunca termino un artículo de una manera tan roma y poco sugerente. Con mejor o peor fortuna, mis finales intentan resumir la tesis o la opinión que he querido transmitir en el cuerpo del escrito, procuran reforzarla con alguna reflexión o imagen comparativa y, además, enlazan directamente con el título del artículo. Nada de eso ocurría en la versión incompleta publicada. Pero, sobre todo, lo más llamativo es que nada de lo publicado se refería al título, que quedaba colgado en el vacío. Los párrafos finales, que ahora se publican, lo explican con claridad. Porque es verdad que en el artículo de la semana pasada volvíamos al caso de Casimiro Curbelo, nos congratulábamos de que su partido no le haya permitido ser candidato al Senado, y manifestábamos nuestra sorpresa -y nuestra protesta- porque continúe siendo presidente del Cabildo Insular de la Isla colombina. Al respecto, recordábamos la diferencia sustancial que existe ente la responsabilidad jurisdiccional y la responsabilidad política, y concluíamos que un político envuelto en los presuntos hechos madrileños con los que se relaciona al político gomero no le queda otro remedio -ni otro camino- que la dimisión de todos sus cargos. Así funciona la democracia y así debe ser.
Sin embargo, no es menos verdad que nuestra intención era aprovechar ese caso particular para hacer una reflexión de mayor calado sobre las listas electorales abiertas (por medio de las cuales se elige precisamente al Senado, repetimos), que cuentan con tantos entusiastas partidarios, que no siempre saben lo que son ni cómo funcionan y, en consecuencia, las defienden de oído. Y esta reflexión comenzaba destacando la evidencia de que, tanto en las listas abiertas como en las cerradas, los candidatos son designados por los aparatos partidistas y, en última instancia, por sus líderes, que son los que tienen la palabra final. Es decir, en las listas abiertas los candidatos también son cerrados.
La inmensa mayoría de los defensores de las listas abiertas las confunden con las elecciones primarias. Sin ir más lejos, nada menos que Manuel Pimentel, el ministro dimisionario de Aznar, lo hacía en una tertulia televisiva antes del verano en su defensa de las primarias. ¿Y qué tienen que ver las listas abiertas con las elecciones primarias? En principio, nada o muy poco.
Siempre nos han sorprendido las afirmaciones -sin base alguna- de los partidarios de las listas abiertas, en el sentido de que estas listas supuestamente doblegan el poder de las organizaciones partidistas y conceden una enorme capacidad decisoria a los electores. Se ha llegado a sostener que tales listas son el requisito indispensable de una auténtica democracia participativa y la solución a los males de la democracia española. ¿Tienen algún fundamento estas afirmaciones? Vayamos con orden. Como recordábamos antes, a diferencia de las listas cerradas, las listas abiertas permiten -se limitan a permitir- que un elector vote al mismo tiempo por candidatos de partidos distintos. Aunque en la realidad la mayoría no lo hace, supongamos que los electores mezclan su voto. Lo único que conseguirán es elegir a candidatos de partidos distintos con programas distintos, candidatos que, una vez elegidos, votarán de manera idéntica que sus compañeros de partido, porque estarán sometidos por igual a una rígida disciplina de voto y de instrucciones partidistas. Es decir, el elector habrá elegido simultánea -y contradictoriamente- dos programas electorales diferentes y aún opuestos, que después se enfrentarán irreductiblemente en el Parlamento.
Por si fuera poco, insistimos en que los candidatos de las listas abiertas son elegidos exactamente igual que los candidatos de las listas cerradas: por los aparatos de sus partidos y en función de criterios de distribución y de dinámica del poder interno partidista. Y ahí radica la auténtica cuestión: no que las listas sean abiertas o las elecciones primarias, sino que los candidatos no sean secundarios. Convendría no olvidarlo.