Esa masa que golpea al monstruo empapado en sangre, esa turba vociferante que le grita, le da patadas y culatazos con las kalashnikovs, no son mejores que él. Esa manada sedienta de sangre y violencia, que actúa movida por la misteriosa sinapsis de la rabia colectiva, no es distinta del dictador asesino, del torturador, del iluminado.
Las imágenes de los últimos momentos de la vida de Gadafi son una bofetada de realidad para los ciudadanos de esa alianza de países occidentales que gastaron impuestos en la humanitaria misión de liquidar al sátrapa. Obama tuvo buen cuidado de secuestrar el vídeo de la ejecución de Bin Laden cuando Estados Unidos decidió, para ajustar cuentas (otro nombre de la venganza) y con el aplauso complaciente de las democracias invadir el espacio soberano de otro país y matar al asesino más famoso del siglo en su propia casa.
Que Gadafi, como Bin Laden, esté muerto, ahorra muchas incomodidades. Porque esta gente, puesta ante un juez, tendría la humana tentación de contarle al mundo los detalles de los tiempos en que fueron comparsas de sus verdugos. Hablarían del dinero que recibieron para acciones torticeras, de las influencias que movieron para que gobiernos y gobernantes accedieran a tratos ventajosos para grandes multinacionales, de las armas que compraron a los mismos países que le sientan en un banquillo por haberlas usado. La campaña de la OTAN en Libia ha sido uno de los capítulos más vomitivos de la hipocresía occidental. La supuesta preocupación de nuestros mantecosos gobernantes por los derechos humanos de los libios fue sólo una coartada repugante y falsa. En Siria el ejército dispara aún hoy contra ciudadanos desarmados en las calles sin que a la OTAN se le mueva un pelo del bigote. La Liga Arabe pidió a sus clientes, a sus compradores de crudo, que hicieran en Libia unas maniobras militares con fuego real. Y el club de los más ricos y más armados de la tierra, intervino presuroso. El mismo club que observó con curiosa y fría indiferencia como la exrepública yugoslava se convertía en un matadero en pleno corazón de Europa.
El nuevo negocio que han descubierto los países civilizados, con gobiernos conservadores o de izquierdas, es colaborar en la destrucción de un pequeño país y participar después en su reconstrucción. Y en ambos casos, cobrando. De lo más humanitario.