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Perdonen el cinismo > Luis Alemany

   

Nuevamente pudiera parecer muy descontextualizado (con respecto al pretendido ámbito doméstico de esta columna) traer a ella la noticia de la sentencia judicial que condena a una periodista iraní a un año de cárcel y noventa latigazos por el corrosivo delito de criticar, en letra impresa, al régimen dictatorial sancionador (ignora uno -tampoco le interesa saberlo- cuál fue la hipócrita denominación del supuesto delito), en cuyo ámbito esa informadora trataba de ejercer el imprescindible derecho democrático a la enriquecedora discrepancia; tal vez porque no está tan lejos en el tiempo (ni -por angustiosa desdicha- en el espacio) la similar respuesta -ante cualquier intento de crítica institucional- que nuestro Invicto Caudillo ejercía, a través de sus esbirros; de tal manera que -tal vez- pudiera resultar petulantemente grotesco rasgarse las vestiduras neodemocráticas -que ahora vestimos los españoles- ante comportamientos tercermundistas -como éste-, que constituían (hasta antes de ayer) el orden -de alguna manera habría que llamar a aquello- por el que nos regían a los españoles.

Tal vez -piensa uno con profunda amargura- la mayor humillación de esta condena a la periodista Marzieh Vafamehr (tristemente su nombre resulta demasiado difícil de pronunciar para esgrimirse como panfletaria bandera de libertades) consista en la jactanciosa presunción, que hacen sus verdugos, de castigar legalmente por medio de la violencia física: es obvio -al menos para uno- que ningún país que incluya tal práctica en su legislación se margina automáticamente de la más elemental democracia, por muchas filigranas disquisitorias que pueda hacer Obama con respecto a sus negros estados mal unidos, porque ninguna Constitución que contemple -como aquélla- la pena de muerte puede aspirar a calificarse de democrática.

Quizás este párrafo final pueda suscitar escándalos entre los bienintencionados demócratas a la violeta que pudieran leerlo, porque no puede uno por menos de confesar que -en última instancia- resulta más aceptable la criminal legalidad iraní, aceptando -ante la opinión pública mundial- su repugnante sistema político, que los vergonzantes comportamientos, crípticamente solapados, de las dictaduras que (como la que sufrió España hasta hace menos de cuarenta años) ocultaba a la luz pública similares -o muy peores- prácticas violentas; de tal manera que no estaría de más que los jóvenes -ya no tan jóvenes- que nacieron en este país en una cómoda (por incómoda que pueda ponerse a veces) democracia, aprendieran cómo se desarrollaban los interrogatorios -inconfesadamente cruentos- en los sótanos de las comisarías españolas; porque un miserable -como el gobierno iraní- que acepta su condición de tal resulta más sincero que otro que se avergüenza de esa misma condición.