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Por el Sahara: Nouadhibou (V) > Rafael Muñoz Abad

   

La primera vez que visité la que es la segunda ciudad comercial de Mauritania fue en 1998; volví en el 2001, y hace poco más de un mes por allí de nuevo me dejé caer. Llegar a Nouadhibou es lo más parecido a aterrizar en Tattooine; donde sólo falta Jabba y Luke Skywalker. La ciudad presenta la particularidad de que el tráfico y el urbanismo siempre son a gusto del consumidor. Burros, cabras y coches comparten un ágil código de circulación común; y en palabras de mi amigo Brahimm: “… aquí las casas se hacen en un mes; sólo es cuestión de dinero…” Pues [entre risas le respondí] no creas que en Tenerife es muy distinto. Alguna esquina de Nouadhibou es un poco Taco style; te sientes como en casa, y donde, tal vez por eso de la autoconstrucción al bloque gris, ambas localidades deberían de estar hermanadas. La ciudad se extiende ocupando la franja central de la cara interna de la península de Cabo Blanco. El comercio, la exportación de mineral de hierro y la industria pesquera son las principales actividades de Dakhlet, que es el otro nombre bajo el que se la conoce. Una arteria principal la recorre de norte a sur hasta el barrio francés de Cansado; donde empieza un enorme polígono industrial. De aquí sale el famoso tren de hierro y sus casi tres kilómetros de vagonetas. El extremo de la península es el entorno natural de Cap Blanc. Una miloja de arena de mil colores que poco a poco va siendo limada por un viento con el que vive un idilio constante. El cabo es quizás el último santuario de la esquiva foca monje; dramática acuarela de azules donde la inmensidad del atlántico se puntea bajo esa marejadilla multicolor, que son los mil cayucos que con cada atardecer arriban de la pesca; esquina del soplo que esculpe el vientre de unos acantilados que se desangran en una playa rojiza. Ganar el lugar no fue sencillo. Tres taxis y un duro regateo en medio de la supuesta pista que sólo el pícaro que nos llevaba veía a cambio de acabar despellejado por un vendaval de arena que te afeitaba la cara. Y vaya si la vista valió la pena. También fue un consuelo la explicación del taxista a la cantidad de ouguiyas que inicialmente nos pidió; amparándose en que pensaba que éramos norteamericanos, y eso, lógicamente triplicaba el precio. “… yo soy canario…”, le dije: “… Ah, entonces casi somos familia”, contestó el mauritano. Aun así, no fueron pocas las ocasiones en las que paró el Fiat Uno para renegociar la tarifa especial que para españoles tenía. El precio incluía una foto de su mujer y de las cabras. Todo este sainete con objeto de ver con mis propios ojos el enorme y espectacular naufragio allí varado. Animal de hierro cuyo costillar descansa sobre la arena dorada, y que, según me contaba un guardia, hasta hace bien poco su contramaestre paquistaní aún estaba a bordo, malviviendo de las limosnas de algún loco turista que por allí pasase; ya casi fantasma y a merced del desguace de los elementos. Por fin pude tocar el salvapantallas que en mi ordenador me obsesionaba. La bahía es un cementerio de pesqueros abandonados; naufragios voluntarios que con la marea velan sus oxidados huesos. Sus playas fueron el mudo testigo que enroló el sueño europeo de miles de africanos que en la incierta aventura del cayuco acabaron. Paraíso de la pesca que viste algunas de las más selectas cartas parisinas. Nouadhibou requiere su tiempo, y les aseguro que, una vez superado el shock inicial por el caos callejero, acabas adaptándote a su ritmo en forma de gente amigable, hospitalaria, muy educada y donde nadie te molesta. Por cierto, si algo es inservible en Mauritania, esto es el reloj. Allí el tiempo se paró.

Centro de Estudios Africanos de la ULL | cuadernodeafrica@gmail.com